martes, 29 de marzo de 2016

¿El libro o la película? Unas cuantas notas sobre las adaptaciones literarias.


Ya que el título anterior versaba sobre la deslumbrante experiencia de la lectura y los libros que marcan el carácter y el próximo pensaba dedicarlo al cine en su versión más escapista (temas sobre los que va a gravitar este blog una y otra vez), me ha parecido que sería buena idea tender un puente natural entre ambos medios con un artículo sobre adaptaciones.

¿Cuántas veces hemos escuchado, al salir de un cine, la crítica prematura de una película adaptada en boca de cualquier compañero de butaca: "es mejor el libro, siempre es mejor el libro"? Seguro que unas cuantas. Pero antes de aventurarse a hacer afirmaciones como esa, uno debería pararse a pensar en ciertos aspectos del proceso mediante el cual una obra literaria pasa a convertirse en una producción cinematográfica.

Lo primero es que ambas disciplinas, a pesar de basarse en los mismos principios narrativos, no cuentan con los mismos materiales ni recursos. Hablan un idioma parecido, pero no el mismo; algo así como nos sucede a nosotros cuando escuchamos la parla italiana. Incluso el teatro, cuya estructura y construcción en diálogos y escenas lo acercan más a la apariencia de las películas, no es más, en palabras de André Bazín, que un "falso amigo" del cine.

En una novela tradicional no hay más imágenes que las que se proyectan en la cabeza del lector a través de un complejo proceso intelectivo; sin embargo, en el cine, éstas nos bombardean sin necesidad de tener que traducirlas con la inteligencia o la imaginación. Diréis que el teatro también posee esa inmediatez; de hecho, más que el cine. Pero está limitado espacialmente y atado a la realidad del escenario, y por mucho que la tramoya sea de lo más sofisticada ni se acercará de lejos a lo que puede hacerse hoy día con los efectos de postproducción de una película. El cómic, con muchas semejanzas al concepto de Story Board o planificación de un film, y a pesar de basarse en imágenes, exige la condición de imaginar el movimiento a través del dinamismo de los dibujos y la disposición de las viñetas, por lo que no es capaz de generar esa sensación adrenalínica que provocan las secuencias, los travellings y el montaje de una buena producción cinematográfica. En general, cada disciplina tiene sus virtudes y sus limitaciones y un buen autor de cualquiera de ellas sabrá sacar partido a sus ventajas y sorteará hábilmente los inconvenientes que cada una pone en su camino. 

Pero entonces, si una imagen vale más que mil palabras, ¿por qué escuchamos tantas veces, aunque la adaptación sea redonda, eso de que siempre es mejor el libro? 

Pues por la sencilla razón de que existe una película para cada lector, y por muy buena que sea la transposición del texto literario al lenguaje cinematográfico, nunca será igual que la película que se proyectó en nuestra imaginación a medida que nos abríamos paso por las páginas del libro.

El proceso de lectura es más esforzado que el del visionado de una película, eso está claro. Ese es el origen de aquellas novelas ilustradas de nuestra infancia, que contenían cincuenta o sesenta páginas de viñetas de tebeo acompañando los pasajes más áridos y que eran a la práctica de la lectura lo que los ruedines al aprendizaje de la bicicleta.


Pero así como los ruedines se acaban retirando de la bicicleta porque restringen sus movimientos, las imágenes limitan y dirigen la imaginación, le dicen a ésta lo que debe proyectar en la gran pantalla de la mente. No sucede así con un texto, el texto es un material vibrante y cada palabra una caja de resonancia a la espera de que uno pase su mirada por encima. El ojo roza la palabra como el dedo la superficie del agua, generando ondas, haciendo retemblar la superficie, y la imaginación moldea la frase, el párrafo, personalizándolos, haciéndolos propios y transformándolos en sensaciones íntimas e intransferibles. Y eso es muy difícil de trasladarlo a una imagen.

"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada". Así comienza Ana Karenina, la gran novela de Tolstoi. A menos que el guionista se sirviera de la voz en off de un narrador ¿Cómo podría plasmarse en imágenes una idea tan potente?

O, por poner otro ejemplo, "la bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con perfume viejo y un silencio"; o de la misma novela, Rayuela, de Julio Cortázar, hasta ahora inadaptada; posiblemente inadaptable: "Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo de aliento, esa instantánea muerte es bella". En fin, he visto muchos besos de película, antológicos besos de película, pero ni el mejor de ellos ha logrado transmitirme tantos matices conceptuales y sensoriales como esas líneas. También se da el caso de muchos espectadores que salen indignados de la sala porque el guionista o el director han prescindido de tal o cual pasaje o de un personaje determinado. Debido a la extensión de algunas obras y a su variada temática, la adaptación se ve obligada a sacrificar escenas y personajes, cuya causa muchas veces no es otra que la de que no funcionarían en escena, como el naíf Tom Bombadil de El Señor de los Anillos. A mi parecer, las películas y los libros no deberían nunca compararse en tales términos, sino que la forma correcta de abordar una adaptación se basaría en considerar a cada una de las partes como un ente autónomo y luego analizar la relación entre ellas. ¿Es un buen libro? ¿Es una buena película? Pero sobre todo, ¿la película ha captado el espíritu y la atmósfera de la novela?  

Está claro que ciertos recursos se prestan fácilmente a la comparación. En lo relativo al ritmo, por ejemplo, las frases cortas y rotundas se corresponderían, más o menos, con un montaje picado y seco; las frases largas y las descripciones elaboradas con los planos de mayor duración o los barridos descriptivos de cámara. Algunas secuencias podrían entenderse como capítulos. También se darían los guiños referenciales y musicales. Y lo mismo podría decirse de casi todos los elementos técnicos: paralelismos, aliteraciones, estructura en actos; hasta el punto de que cada tropo literario, con un poco de imaginación, podría tener su correlato en el lenguaje cinematográfico. Pero sin olvidar nunca que estamos tratando con dos lenguajes diferentes.

Desde que un tal J. Stuart Blackton se decidiera a pasar a imágenes la extensa novela de Victor Hugo, Los Miserables, en 1909, los argumentos del cine se han nutrido hasta hoy de un sinnúmero de novelas. No por casualidad, en los inicios del sonoro, cuando los guiones empezaban a exigir buenos diálogos y las historias cierto peso específico, Hollywood contrató a toda una pléyade de grandes escritores, entre ellos Willian Faulkner o Scott Fitzgerald, incluso nuestro castizo Jardiel Poncela anduvo por allí.

Entonces, si todo está tan relacionado e incluso el mismo Graham Greene escribió El tercer hombre a partir de su propio guión. ¿Qué es mejor? ¿El libro o la película? Pues como ya dije, hay películas buenas y malas. Y adaptaciones buenas y horrendas. No voy a ponerme ahora a confeccionar una lista prolija con sus títulos. Pero citaré dos o tres ejemplos; dos de ellos de un mismo director, Stanley Kubrick, que en su prestigiosa carrera ha tenido ocasión de hacer dos malas adaptaciones por razones distintas; una de ellas realmente pésima, por mucho que sus defensores más airados se empeñen en defender lo indefendible y ensalcen uno de sus pestiños más infumables a la altura de obra maestra; una adaptación odiada hasta la médula por su propio autor original, Stephen King. 

John Huston que, como Kubrick, fue y sigue siendo otra de esas incuestionables vacas sagradas del Hollywood más auteur, y a pesar del riesgo que conlleva aplicar una mirada tan personal a la historia de un escritor original, llevó al cine una de las mejores adaptaciones de todos los tiempos: El hombre que pudo reinar, basada en el maravilloso relato de Rudyard Kipling.


En la película de Huston flota la misma sensación de aventura que en la historia escrita, así como su carga de fracaso y desencanto. Intactos quedan el suavizado humor y la épica del relato de Kipling. Y, a pesar de que cambia radicalmente el destino original de uno de sus personajes protagonistas, ello no hace sino acentuar una sensación de melancolía muy propia de la buena novela de aventuras. 

La segunda película, y ejemplo de una adaptación muy fiel pero increíblemente fallida, es La Naranja Mecánica, de Kubrick. Basándose en una espeluznante novela de Anthony Burgess, Kubrick, haciendo uso de técnicas casi videocliperas, muy vanguardistas para la época: acelerar la imagen, llevar a cabo un montaje sincopado, utilizar música de sintetizador; logra recrear con tino la atmósfera psicodélica y distópica de la novela. Las violentas peripecias de los drugos son casi calcadas al libro y su protagonista, el personaje de Alex de Large está perfectamente definido, así como sus terribles compinches. 

Incluso se arriesga a  incorporar el nadsat a los diálogos, una jerga adolescente inventada por Burgess, en aras de la fidelidad al texto original. Pero mientras que en la novela de Burgess Alex sufre una transformación propia de todo personaje novelístico y que lo encamina hacia una deseada madurez, en la versión de Kubrick Alex se despide sin redención alguna, lo que invierte y tergiversa todo el sentido de la historia, hasta el punto de que Burgess repudió su propia obra cuando la vio proyectada en un cine. 

La otra gran cagada de Kubrick en lo que respecta a adaptaciones es El Resplandor. Aclamada por sus devotos feligreses hasta cotas ridículas, y sin negar que contiene algún que otro momento memorable, esta película es un verdadero desastre, sobre todo si su propósito era trasladar al cine alguna de las intenciones originales de la novela de Stephen King.

Ni el estilo de King, que suele ser cercano, cálido, como quien cuenta una historia en torno al fuego, se ve reflejado aquí; sino que es sustituido por una puesta en escena fría y minimalista; ni la escalofriante historia de fantasmas, que en el film se reduce a una extravagancia conceptual que produce más frío que terror (para muestra, esos icónicos ascensores expulsando riadas de sangre), ni los tres personajes protagonistas, en las antípodas de los que ideó el escritor de Maine (en España, jugó además en contra el risible doblaje), ni nada de lo que los lectores de la novela o los seguidores del autor original esperaran encontrarse. ¿Al menos Kubrick mejora el original? No, de hecho lo pulveriza. Baste decir que Stephen King sigue en guerra abierta con Kubrick y no pierde ocasión de lanzar algún que otro comentario venenoso, a pesar de que el director muriera hace los suficientes años como para haber enterrado ya el hacha de guerra.

Y con este último apunte sobre El Resplandor me despido, esperando no haberme extendido demasiado. El resto de consideraciones las dejo para vosotros, con la esperanza de que la próxima vez que vayáis a ver una película basada en un libro dejéis de preguntaros cuál es mejor y disfrutéis de uno y otro de forma independiente.















viernes, 11 de marzo de 2016

Las primeras fugas. Acerca de la Teletransportación I (Literatura y Viajes)


Supongo que hay muchos modos de desaparecer, pero el de la imaginación es el mejor de todos. Uno puede escapar de un día gris y aburrido, de una espera tediosa, de una conversación banal y soporífera o de un largo confinamiento en la cama, cuando la fiebre ya se ha cobrado el territorio. De uno de estos últimos me fugué yo hace muchos años, en los tiempos en los que te obligaban a sudar la enfermedad bajo las mantas y a no salir apenas de su dominio, gracias a un muchacho de lo más avispado, quien me embaucó a cambio de cualquier fruslería para que le ayudara a pintar la valla de un jardín. Su tía Polly lo había castigado con aquella faena por haberse ensuciado la ropa en una pelea y él -ya he dicho que el mozo era de lo más vivo- nos había convencido a unos cuantos con su labia y alguna bagatela para que hiciéramos su trabajo. Como ya habréis adivinado, se llamaba Tom Sawyer.

Ésta era mi memorable edición
Recuerdo que cada vez que cerraba el libro, una vieja edición de Anaya que todavía conservo por algún lado, tenía la misma sensación que le descubrí algo más tarde a Bastián Baltasar Bux, el niño protagonista de La historia Interminable, otro relato que vino a confirmar mis sospechas de que aquello de la ficción encerraba algo mucho más potente que la realidad misma.

Pues como decía, me encontraba yo recorriendo la cueva de los McDougal a la luz de una lámpara de aceite; a mi lado la encantadora Becky temblaba de miedo y el malvado indio Joe acechaba en cualquier recodo de aquellos oscuros túneles, cuando mi madre se coló en la historia poniéndome la mano en la frente para calcular la fiebre y ofreciéndome una bandeja con un plato de sopa caliente. Y, de repente, todo se desvaneció, la lámpara, la cueva, mi adorada Becky. En un parpadeo, volvía a encontrarme en mi prosaica habitación; a través de la ventana vi que seguía nublado, y durante un rato la realidad se cifró únicamente en un plato de sopa que, por aquella época, yo odiaba tanto como Mafalda.

Supongo que me entendéis. Estoy hablando de teletransportación.

Aquella gripe se prolongó más de lo que yo hubiera deseado en un principio, aunque una vez hallada la forma de huir del hastío, empecé a gozar de las ventajas de no tener que asistir a la escuela, lo que ya de por sí constituía una fantástica recompensa por la enfermedad. Mi abuela tenía una estupenda colección con las obras completas de Julio Verne y comencé por el que, en una viñeta circular a color pegada a la piel de cubierta, traía un submarino amarrado por un pulpo gigante. Tras ese primer volumen viajé al centro de la tierra y desde ahí a la luna; después, aventura tras aventura, fui devorando la colección entera.


Antes de que le cayera la del pulpo

Más tarde, poco después de reinar en la ciudad de Sikander, en Kafiristán; de transportar el Anillo Único hasta las sombras tenebrosas de Mordor y hacerme mosquetero para salvarle la papeleta a la mismísima reina de Francia, me inscribí en el rol de La Hispaniola, bajo el mando del capitán Smollet; una goleta llena de piratas en la que destacaba sobre todo uno: John Silver, el largo. Canté con Jim terribles canciones marineras sobre el cofre del muerto que nunca he olvidado, me embriagué de ron antes de la edad legal, y defendí aquella empalizada en la isla con sangre y fuego. No ha sido el único barco en el que me he enrolado; navegué también a bordo del Pequod, un buque ballenero, en una tortuosa travesía a la caza de una gigantesca bestia blanca que acabó tristemente en naufragio. Jamás podré olvidar el crujido en la cubierta, de proa a popa, que provocaba la pata de palo del obsesionado Acab mientras tratábamos de conciliar el sueño en los pañoles inferiores. Mucho tiempo después, y durante años, también he formado parte con orgullo de la tripulación de la fragata Surprise, una bella nave de la Armada inglesa de lo más marinera, con cuyo capitán, Jack Aubrey el afortunado, y su cirujano de a bordo, Stephen Maturin, he asimilado unos cuantos conceptos de navegación y he aprendido no pocas cosas sobre la amistad y la disciplina.

La Fragata Surprise en plena travesía 
Después, ha habido tantas travesías que ya no recuerdo si alcancé el Polo Norte con Amundsen antes o después de arribar Liliput con Lemuel Gulliver, o si el naufragio del Pequod fue el mismo que me condujo hasta a la isla de Robinson Crusoe. Tampoco tengo una memoria clara acerca de si serví en África con Harry Faversam antes de alistarme en la Legión extranjera y conocer a los Geste o de si fue la bola de cañón del Baron Munchausen la que me catapultó finalmente al espacio.

Sí. Porque también estuve en el espacio, era inevitable.


No sólo formé parte de la Primera Fundación Galáctica sino que fui uno de los primeros en quedarse boquiabiertos con la formulación de las Tres Primeras Leyes de la Robótica. Pero nada me sorprendió tanto como la aparición de aquel monolito de proporciones perfectas en el cráter Tycho de la Luna. Años después, ya más fogueado, recorrería un sinfín de galaxias y absurdos temporales acompañando a Ijon Tichy, aunque en sus Diarios de las estrellas él se empeñe en afirmar que viajaba solo.

Pues así es, desde aquella peligrosa cueva de McDougal, en compañía de Becky, uno de mis primeros amores imperecederos, he visitado innumerables lugares; algunos realmente terroríficos, plagados de monstruos y cementerios y de amenazas primigenias. No lo negaré, también ayudé a resolver casos criminales de lo más intrincados. De hecho, todavía sigo en contacto con el Padre Brown; tomo el té de vez en cuando con la exquisita Mrs. Marple y alguna que otra copa, mientras le doy palique, con el duro Philip Marlowe. Sin ir más lejos, ayer mismo visité al famoso detective de Baker Street, cuyo nombre no citaré aquí porque es bien sabido que detesta su propia celebridad. A día de hoy, no he perdido ninguna de estas viejas amistades.

Pero tampoco es cosa de presumir. Cualquier niño que un día abre un libro por primera vez y se cae dentro, como Alicia en la madriguera del conejo blanco, ha pasado por lo mismo. Somos unos cuantos elegidos. O te caes o no te caes. Cada uno habrá tomado un camino diferente y habrá vivido su propia aventura; ha sufrido los momentos malos y disfrutado los buenos, o al contrario. Pero, al igual que yo, ha viajado desde los rincones más vulgares de su cuarto a los confines olvidados del universo; en barco, en tren, en submarino miniaturizado, en una nave espacial rumbo a lo desconocido.

Y sólo entonces, sólo cuando uno ha viajado a todos esos territorios y ha conocido a tantos personajes, con su particular forma de enfrentarse a las situaciones más extremas, que es cuando se conoce verdaderamente a los seres humanos; con esa riqueza de pensamientos y sensaciones expuestos a la luz omnisciente del narrador (no como los de las personas que uno conoce, que se cierran en banda y son indescifrables); puede iniciar bien pertrechado la segunda parte del viaje. El viaje hacia la madurez y hacia los otros.

Y esa historia, amigos, si que es interminable.