Supongo que hay muchos modos de desaparecer, pero el de la imaginación es el mejor de todos. Uno puede escapar de un día gris y aburrido, de una espera tediosa, de una conversación banal y soporífera o de un largo confinamiento en la cama, cuando la fiebre ya se ha cobrado el territorio. De uno de estos últimos me fugué yo hace muchos años, en los tiempos en los que te obligaban a sudar la enfermedad bajo las mantas y a no salir apenas de su dominio, gracias a un muchacho de lo más avispado, quien me embaucó a cambio de cualquier fruslería para que le ayudara a pintar la valla de un jardín. Su tía Polly lo había castigado con aquella faena por haberse ensuciado la ropa en una pelea y él -ya he dicho que el mozo era de lo más vivo- nos había convencido a unos cuantos con su labia y alguna bagatela para que hiciéramos su trabajo. Como ya habréis adivinado, se llamaba Tom Sawyer.
Recuerdo que cada vez que cerraba el libro, una vieja edición de Anaya que todavía conservo por algún lado, tenía la misma sensación que le descubrí algo más tarde a Bastián Baltasar Bux, el niño protagonista de La historia Interminable, otro relato que vino a confirmar mis sospechas de que aquello de la ficción encerraba algo mucho más potente que la realidad misma.
![]() |
| Ésta era mi memorable edición |
Pues como decía, me encontraba yo recorriendo la cueva de los McDougal a la luz de una lámpara de aceite; a mi lado la encantadora Becky temblaba de miedo y el malvado indio Joe acechaba en cualquier recodo de aquellos oscuros túneles, cuando mi madre se coló en la historia poniéndome la mano en la frente para calcular la fiebre y ofreciéndome una bandeja con un plato de sopa caliente. Y, de repente, todo se desvaneció, la lámpara, la cueva, mi adorada Becky. En un parpadeo, volvía a encontrarme en mi prosaica habitación; a través de la ventana vi que seguía nublado, y durante un rato la realidad se cifró únicamente en un plato de sopa que, por aquella época, yo odiaba tanto como Mafalda.
Supongo que me entendéis. Estoy hablando de teletransportación.
Aquella gripe se prolongó más de lo que yo hubiera deseado en un principio, aunque una vez hallada la forma de huir del hastío, empecé a gozar de las ventajas de no tener que asistir a la escuela, lo que ya de por sí constituía una fantástica recompensa por la enfermedad. Mi abuela tenía una estupenda colección con las obras completas de Julio Verne y comencé por el que, en una viñeta circular a color pegada a la piel de cubierta, traía un submarino amarrado por un pulpo gigante. Tras ese primer volumen viajé al centro de la tierra y desde ahí a la luna; después, aventura tras aventura, fui devorando la colección entera.
Aquella gripe se prolongó más de lo que yo hubiera deseado en un principio, aunque una vez hallada la forma de huir del hastío, empecé a gozar de las ventajas de no tener que asistir a la escuela, lo que ya de por sí constituía una fantástica recompensa por la enfermedad. Mi abuela tenía una estupenda colección con las obras completas de Julio Verne y comencé por el que, en una viñeta circular a color pegada a la piel de cubierta, traía un submarino amarrado por un pulpo gigante. Tras ese primer volumen viajé al centro de la tierra y desde ahí a la luna; después, aventura tras aventura, fui devorando la colección entera.
![]() |
| Antes de que le cayera la del pulpo |
Más tarde, poco después de reinar en la ciudad de Sikander, en Kafiristán; de transportar el Anillo Único hasta las sombras tenebrosas de Mordor y hacerme mosquetero para salvarle la papeleta a la mismísima reina de Francia, me inscribí en el rol de La Hispaniola, bajo el mando del capitán Smollet; una goleta llena de piratas en la que destacaba sobre todo uno: John Silver, el largo. Canté con Jim terribles canciones marineras sobre el cofre del muerto que nunca he olvidado, me embriagué de ron antes de la edad legal, y defendí aquella empalizada en la isla con sangre y fuego. No ha sido el único barco en el que me he enrolado; navegué también a bordo del Pequod, un buque ballenero, en una tortuosa travesía a la caza de una gigantesca bestia blanca que acabó tristemente en naufragio. Jamás podré olvidar el crujido en la cubierta, de proa a popa, que provocaba la pata de palo del obsesionado Acab mientras tratábamos de conciliar el sueño en los pañoles inferiores. Mucho tiempo después, y durante años, también he formado parte con orgullo de la tripulación de la fragata Surprise, una bella nave de la Armada inglesa de lo más marinera, con cuyo capitán, Jack Aubrey el afortunado, y su cirujano de a bordo, Stephen Maturin, he asimilado unos cuantos conceptos de navegación y he aprendido no pocas cosas sobre la amistad y la disciplina.
![]() |
| La Fragata Surprise en plena travesía |
Sí. Porque también estuve en el espacio, era inevitable.
No sólo formé parte de la Primera Fundación Galáctica sino que fui uno de los primeros en quedarse boquiabiertos con la formulación de las Tres Primeras Leyes de la Robótica. Pero nada me sorprendió tanto como la aparición de aquel monolito de proporciones perfectas en el cráter Tycho de la Luna. Años después, ya más fogueado, recorrería un sinfín de galaxias y absurdos temporales acompañando a Ijon Tichy, aunque en sus Diarios de las estrellas él se empeñe en afirmar que viajaba solo.
Pues así es, desde aquella peligrosa cueva de McDougal, en compañía de Becky, uno de mis primeros amores imperecederos, he visitado innumerables lugares; algunos realmente terroríficos, plagados de monstruos y cementerios y de amenazas primigenias. No lo negaré, también ayudé a resolver casos criminales de lo más intrincados. De hecho, todavía sigo en contacto con el Padre Brown; tomo el té de vez en cuando con la exquisita Mrs. Marple y alguna que otra copa, mientras le doy palique, con el duro Philip Marlowe. Sin ir más lejos, ayer mismo visité al famoso detective de Baker Street, cuyo nombre no citaré aquí porque es bien sabido que detesta su propia celebridad. A día de hoy, no he perdido ninguna de estas viejas amistades.
Pero tampoco es cosa de presumir. Cualquier niño que un día abre un libro por primera vez y se cae dentro, como Alicia en la madriguera del conejo blanco, ha pasado por lo mismo. Somos unos cuantos elegidos. O te caes o no te caes. Cada uno habrá tomado un camino diferente y habrá vivido su propia aventura; ha sufrido los momentos malos y disfrutado los buenos, o al contrario. Pero, al igual que yo, ha viajado desde los rincones más vulgares de su cuarto a los confines olvidados del universo; en barco, en tren, en submarino miniaturizado, en una nave espacial rumbo a lo desconocido.
Y sólo entonces, sólo cuando uno ha viajado a todos esos territorios y ha conocido a tantos personajes, con su particular forma de enfrentarse a las situaciones más extremas, que es cuando se conoce verdaderamente a los seres humanos; con esa riqueza de pensamientos y sensaciones expuestos a la luz omnisciente del narrador (no como los de las personas que uno conoce, que se cierran en banda y son indescifrables); puede iniciar bien pertrechado la segunda parte del viaje. El viaje hacia la madurez y hacia los otros.
Y esa historia, amigos, si que es interminable.




Vivimos apegados a la ilusión de ser cuando estamos flotando en la nada. Es el engaño lo que hace la existencia soportable, porque el presente, el pasado y el futuro no existen dado que el tiempo es una mera percepción de nuestros sentidos.
ResponderEliminarYo recuerdo Torres de Malory y las aventuras de Los Cinco. Entonces no había tabletas.
ResponderEliminar