Solo puedo comenzar este artículo de una manera, con mi mente concentrada en el antiguo logo de la Paramount (el que recorrió los cines de todo el mundo desde el año 1975 hasta el 1987, un sencillo dibujo en dos tonos de azul de la célebre montaña y el arco de estrellas sobre su cima) fundiéndose con otro monte en imagen real recortado contra el cercano horizonte de un paisaje selvático. Lo demás, ya lo resumía el primer tráiler de la película que vendría a continuación. "Recuerden este nombre: Indiana Jones", subrayaba una voz solemne y sugerente, mientras un hidroavión escapaba de la jungla peruana en una maniobra a la desesperada. Y ¡vaya si lo recordaríamos!; muy pronto se convertiría en el icono del héroe de aventuras de todos los tiempos. Treinta y cinco años después, a mi parecer, sigue sin ser superado.
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| El Doctor Jones a punto de meterse en uno de sus líos |
En Busca del Arca Perdida (Raiders of the Lost ark, 1981) no fue la primera película que vi en una sala, pero junto con La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), me abrió una puerta hacia una forma diferente de ver el cine. Si tengo que hacer caso a mis padres, mi primera película fue La Leyenda de la Ciudad sin Nombre (Paint your wagon, 1969) un western musical de Joshua Logan con cuya canción principal, Wandering Star, mi madre me acunaba y trataba de dormirme cuando era un bebé; con una voz, quiero suponer, bastante más dulce que la de Lee Marvin. Si una de mis primeras nanas pertenecía a una banda sonora ganadora de un Oscar de la Academia, no es difícil imaginar que mis primeros sueños se desarrollaran sin lugar a dudas en 35 mm y Panavisión, por lo que mi eterno ir y venir entre la realidad y la ficción debería juzgarse hoy día con cierta benevolencia.
Supongo que mis padres, una pareja de lo más cinéfila, me llevaría a menudo a ver películas en mis primeros y tiernos años; muchas más de las que mi memoria recién estrenada logró fijar en aquel entonces. Entre sus brumas más pretéritas, aún conservo vislumbres del terror absoluto que me produjo Pánico en el Transiberiano, una producción hispano-británica de 1973, hoy convertida en película de culto (signifique lo que ello signifique, nunca lo he tenido muy claro, porque ésta es un bodrio), de la que salí más pálido que los cadáveres que se iban sucediendo a manos del monstruo en aquel tren infernal. No os llevéis las manos a la cabeza; mis padres no estaban locos, eran otros tiempos y los niños no éramos tan delicaditos ni estábamos tan sobreprotegidos. Aunque debo reconocer que desde entonces, y eso que me chiflan los viajes exóticos, el transiberiano siempre me ha parecido un lujo de lo más prescindible.
De aquel periodo de pantalones cortos y dientes de leche, antes de que mi memoria empezara a arrancar de los acontecimientos la espoleta que permitía grabar encima (para los que nacieron en la era del CD esta metáfora es intraducible), recuerdo con la misma viveza unas cuantas películas más. La primera de ellas, Tiburón (Jaws, 1975); un film de un jovencísimo Spielberg (justo ahí comenzó nuestra duradera amistad cinematográfica) que vi de estreno en el extinto cine Royal de López de Hoyos y que tuvo la capacidad de fascinarme a mí y horrorizar a mi hermano, un año menor, a partes iguales. Cuando el tiburón se muestra por fin, tumba la panza sobre el barco pesquero Orca y se merienda al huraño Quint masticándolo como una chuche, mi pobre hermano abrió la boca aún más que el escualo y prorrumpió en un llanto histérico que provocó que mi madre lo sacara del cine y esperara en la calle consolándole, mientras mi padre y yo disfrutábamos en la sala del angustioso desenlace.
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| Descaradamente fantástica |
En el mismo cine, un año después, mis padres volvieron a sorprenderme a la salida del colegio para llevarme a ver Mundo Futuro (Futureworld, 1976) que, aunque era la secuela del film Almas de Metal (Westworld, 1973), que no vi hasta pasado algún tiempo, me hizo disfrutar de lo lindo con su propuesta y grabó a fuego en mi cabeza su póster, en el que la parte anterior de un rostro presuntamente humano se separaba del resto de un cráneo, permitiendo ver los mecanismos interiores de un androide.
Tuvo que pasar otro año más para que descubriera a James Bond. Fue en el cine Lope de Vega, que tampoco existe ya, y por aquel entonces Roger Moore encarnaba al agente con licencia para matar. El título de la entrega de esa fecha fue La Espía que me Amó (The spy who loved me, 1977). Desde aquel día he soñado una y otra vez con conducir bajo el agua aquel Lotus Esprit blanco y sumergible que Q, con picardía británica, apodó "wet Nellie" (la húmeda Nellie) y que tuve ocasión de ver y tocar, con la adoración que se le tributa a un ídolo pagano, la friolera de treinta y siete años después, en una exposición londinense con la que me topé por casualidad y en la que experimenté el increíble placer de verme rodeado de todos los gadgets y vehículos de 007.
Y ahora vienen tres pesos pesados que, como todo modelo generacional, parecen pertenecer a la siguiente década. A fin de cuentas, son tres de los espejos en los que se mirarán casi todos los grandes éxitos del género fantástico de los 80. Estoy hablando de Alien, el Octavo Pasajero (Alien, 1979), La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977) y de Encuentros en la Tercera Fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977). La primera estableció las bases del cine claustrofóbico con monstruo. La tercera consolidó mi duradera relación con Spielberg. Me recuerdo pegado a la butaca, completamente seducido por el misterio y la fascinación que entonces me producía el espacio exterior y sus posibles habitantes (meses más tarde me engancharía a una serie televisiva que se llamó Proyecto UFO, algún lector viejuno aún la recordará). De la segunda..., en fin, ¿qué podría yo decir a estas alturas de La Guerra de las Galaxias? Bueno, por qué no; tal vez dos o tres cosas.
Lo primero, que cambió el cine tal y como lo conocíamos y se transformó en un modernísimo icono pop; ahora, ese plagio sin alma llamado torticeramente Episodio VII: El Amanecer de la Fuerza es solo un estreno más de multisala con el único objetivo de llenar las arcas de su productora. Entonces, fue un inesperado y único acontecimiento que trastornó para bien y para mal el devenir del séptimo arte. Las colas de asistentes esperando turno para conseguir su entrada que rodeaban al cine Roxy B, donde yo tuve la suerte de verla de estreno, fueron interminables durante más de un año, los telediarios no dejaban de hablar de ella; los espectadores empezaron a dividirse en dos grupos: los que ya la habían visto y los que no. Lo segundo, que durante un tiempo fue nuestra, no de todos esos polloperas de los despachos de Hollywood, ni de los nuevos adolescentes, aturdidos y desconcertados por cientos de videojuegos y películas sin argumento plagadas de efectos digitales, o por las mil y una maniobras comerciales posteriores de Lucasfilm o Disney. Y lo tercero, bueno, lo tercero, que yo estuve allí, ¿qué pasa?
He empezado este post hablando de Indiana Jones, porque en el año 81, en el cine Palafox de mis entretelas, volví a encontrarme con mi viejo amigo Steve y la película que me marcaría de por vida. Mi continuo afán por viajar y ponérmelo difícil en países exóticos, mi interés por la arqueología y mi preferencia por las chaquetas de cuero marrones tienen un mismo y único origen. Steven Spielberg deseaba rodar una película de James Bond, pero Lucas, mientras ambos esperaban en una playa de Hawai los resultados de Star Wars, le propuso una idea mucho mejor: la de un arqueólogo aventurero que se dejaría la piel recuperando reliquias sagradas de las manos de los nazis. ¿Os suena?
Con aquel tráiler: "Recuerden ese nombre: Indiana Jones", se inauguraron para mí los juegos florales de los años 80. Me acuerdo del momento en que regresé a casa con todo detalle, la realidad se mostraba a la salida del cine doblemente gris y apagada, mi mente parecía expandida, hipersensible, al tiempo que también andaba algo aturdido, como si hubiera sido sacudido por un terremoto. La fanfarria de John Williams, hoy ya un símbolo, yo acababa de escucharla por primera vez (¡imaginaos!) y retumbaba dentro de mi cabeza: "tatatataaa, tatatá, tatatataaaa, tatatá ta ta". Desde aquel mismo día, hasta el día en que descubrí que se morían de hambre y que su aventura más trepidante consistía en limpiar restos de vasijas con cepillos, me prometí ser arqueólogo.
Lo que vino después es muy difícil consignarlo aquí. Se trató de una revolución en toda regla. Los más puristas (aún hoy insisten en ello) se mostraban indignados porque estas películas "menores" estaban invadiendo y aniquilando el cine más serio, realista y comprometido de Sidney Lumet o Alan J. Pakula.
Y ahora vienen tres pesos pesados que, como todo modelo generacional, parecen pertenecer a la siguiente década. A fin de cuentas, son tres de los espejos en los que se mirarán casi todos los grandes éxitos del género fantástico de los 80. Estoy hablando de Alien, el Octavo Pasajero (Alien, 1979), La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977) y de Encuentros en la Tercera Fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977). La primera estableció las bases del cine claustrofóbico con monstruo. La tercera consolidó mi duradera relación con Spielberg. Me recuerdo pegado a la butaca, completamente seducido por el misterio y la fascinación que entonces me producía el espacio exterior y sus posibles habitantes (meses más tarde me engancharía a una serie televisiva que se llamó Proyecto UFO, algún lector viejuno aún la recordará). De la segunda..., en fin, ¿qué podría yo decir a estas alturas de La Guerra de las Galaxias? Bueno, por qué no; tal vez dos o tres cosas.
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| Charlie was there |
Lo primero, que cambió el cine tal y como lo conocíamos y se transformó en un modernísimo icono pop; ahora, ese plagio sin alma llamado torticeramente Episodio VII: El Amanecer de la Fuerza es solo un estreno más de multisala con el único objetivo de llenar las arcas de su productora. Entonces, fue un inesperado y único acontecimiento que trastornó para bien y para mal el devenir del séptimo arte. Las colas de asistentes esperando turno para conseguir su entrada que rodeaban al cine Roxy B, donde yo tuve la suerte de verla de estreno, fueron interminables durante más de un año, los telediarios no dejaban de hablar de ella; los espectadores empezaron a dividirse en dos grupos: los que ya la habían visto y los que no. Lo segundo, que durante un tiempo fue nuestra, no de todos esos polloperas de los despachos de Hollywood, ni de los nuevos adolescentes, aturdidos y desconcertados por cientos de videojuegos y películas sin argumento plagadas de efectos digitales, o por las mil y una maniobras comerciales posteriores de Lucasfilm o Disney. Y lo tercero, bueno, lo tercero, que yo estuve allí, ¿qué pasa?
He empezado este post hablando de Indiana Jones, porque en el año 81, en el cine Palafox de mis entretelas, volví a encontrarme con mi viejo amigo Steve y la película que me marcaría de por vida. Mi continuo afán por viajar y ponérmelo difícil en países exóticos, mi interés por la arqueología y mi preferencia por las chaquetas de cuero marrones tienen un mismo y único origen. Steven Spielberg deseaba rodar una película de James Bond, pero Lucas, mientras ambos esperaban en una playa de Hawai los resultados de Star Wars, le propuso una idea mucho mejor: la de un arqueólogo aventurero que se dejaría la piel recuperando reliquias sagradas de las manos de los nazis. ¿Os suena?
Con aquel tráiler: "Recuerden ese nombre: Indiana Jones", se inauguraron para mí los juegos florales de los años 80. Me acuerdo del momento en que regresé a casa con todo detalle, la realidad se mostraba a la salida del cine doblemente gris y apagada, mi mente parecía expandida, hipersensible, al tiempo que también andaba algo aturdido, como si hubiera sido sacudido por un terremoto. La fanfarria de John Williams, hoy ya un símbolo, yo acababa de escucharla por primera vez (¡imaginaos!) y retumbaba dentro de mi cabeza: "tatatataaa, tatatá, tatatataaaa, tatatá ta ta". Desde aquel mismo día, hasta el día en que descubrí que se morían de hambre y que su aventura más trepidante consistía en limpiar restos de vasijas con cepillos, me prometí ser arqueólogo.
Lo que vino después es muy difícil consignarlo aquí. Se trató de una revolución en toda regla. Los más puristas (aún hoy insisten en ello) se mostraban indignados porque estas películas "menores" estaban invadiendo y aniquilando el cine más serio, realista y comprometido de Sidney Lumet o Alan J. Pakula.
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| Te abrirá Rod Serling |
Ese peso intelectual, secuelas de la gripe de la Nouvelle Vague y los cines Alphaville, también recayó durante mucho tiempo sobre el cine en España; parecía que divertirse con una película de aventuras o de ciencia ficción era sinónimo de vulgaridad a menos que ésta fuera dirigida por Kubrick, Lynch u otros graves popes de la modernidad. Como defensa, aportaré el dato de que la mayoría de todas esas historias fantásticas, como sucedió con el cine negro en las décadas anteriores, procedían o de la literatura de género (también denostada hasta casi hoy mismo) o de una serie de televisión de finales de los 50 y principios de los sesenta: The Twiligth Zone, que aquí se llamó Dimensión Desconocida o En los Límites de la Realidad, y sobre la que me extenderé con detalle en otro artículo. Sorprende descubrir en cada capítulo autoconclusivo de esta serie el germen de una taquillera película posterior. Desde Terminator (Terminator, 1984) a Gremlins (Gremlins, 1984) pasando por Atrapado en el tiempo (Groundhog day, 1993) o Regreso al Futuro (Back to the Future, 1985). Precisamente, esta última es un buen ejemplo de película emblemática y de gran calidad, claramente inspirada en uno de los mejores episodios de Twilight Zone: Walking Distance, y que, por su género, siempre ha sido tratada como obra menor a pesar de que su redondo guión es objeto de estudio en la mayoría de los manuales y escuelas cinematográficas.
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| Yo tampoco llegaba a tiempo a clase |
Con la revolución me refería a que solo en el año 1984 se estrenaron, entre otras, la siguientes películas: Indiana Jones y el Templo Maldito, La Historia Interminable, 1,2,3…¡Splash!, Los Cazafantasmas, Gremlins, Terminator, Pesadilla en Elm Street, y Star Trek III. Pero ya desde el 80 al 82 se habían proyectado mitos como El Imperio Contraataca, Un Hombre Lobo Americano en Londres, E.T. El Extraterrestre, Tron, La Cosa, Cristal Oscuro, Conan, el Bárbaro o Blade Runner. En los años inmediatamente posteriores vinieron Los Goonies, Golpe en la Pequeña China, Dentro del Laberinto, El Chip Prodigioso, Legend, Regreso al Futuro y sus secuelas, y me estoy dejando un montón de ellas.
Crecí con todas esas películas. El inicio de la Época Dorada de la fantasía coincidió con mi primera educación sentimental, de los ocho a los veinte años, y siento si me pongo algo sensiblón al afirmar que todo aquello casi podría resumirse en la magnífica frase del inicio de Encuentros en la Tercera Fase: "El sol salió anoche y me cantó". Cada vez que podía y me hacía con algo de dinero, una paga de mis padres o mis abuelos, corría a sumergirme en una de aquellos viejos patios de butacas con un intenso olor a ambientador y enormes y teatrales telones de terciopelo, que para mí eran como un portal mágico. Recuerdo la agonía que representaba esperar la interminable y prosaica batería de anuncios de algún asador de la zona o una aburrida tienda de muebles, sabiendo que tras la inevitable sintonía de CineDis o Movierecord, el telón debería cerrarse otra vez más antes de una nueva espera, hasta que por fin, se descorría de nuevo y de la pantalla en blanco brotaba la divisa de la Paramount, la Warner o la Fox y te propulsaba hacia una nueva e increíble aventura. ¿En qué otro lugar uno podría buscar el Arca de la Alianza, guardar un extraterrestre en el armario o regresar al pasado y encontrarse con sus propios padres?
Mucho antes de eso, en el año 81, sentado en mi butaca teletransportadora, sobrecogido, casi translúcido en mi nueva fuga hacia el territorio de la imaginación, escuché una frase en boca del actor Paul Freeman, que encarnaba al villano René Belloq en En Busca del Arca Perdida, y que bien podría ser la cifra de toda la década posterior: "Nosotros solo pasamos por la historia. Esto… esto es historia", o si no lo de aquella famosa canción de Luis Eduardo Aute: "que toda la vida es cine y los sueños cine son".
Crecí con todas esas películas. El inicio de la Época Dorada de la fantasía coincidió con mi primera educación sentimental, de los ocho a los veinte años, y siento si me pongo algo sensiblón al afirmar que todo aquello casi podría resumirse en la magnífica frase del inicio de Encuentros en la Tercera Fase: "El sol salió anoche y me cantó". Cada vez que podía y me hacía con algo de dinero, una paga de mis padres o mis abuelos, corría a sumergirme en una de aquellos viejos patios de butacas con un intenso olor a ambientador y enormes y teatrales telones de terciopelo, que para mí eran como un portal mágico. Recuerdo la agonía que representaba esperar la interminable y prosaica batería de anuncios de algún asador de la zona o una aburrida tienda de muebles, sabiendo que tras la inevitable sintonía de CineDis o Movierecord, el telón debería cerrarse otra vez más antes de una nueva espera, hasta que por fin, se descorría de nuevo y de la pantalla en blanco brotaba la divisa de la Paramount, la Warner o la Fox y te propulsaba hacia una nueva e increíble aventura. ¿En qué otro lugar uno podría buscar el Arca de la Alianza, guardar un extraterrestre en el armario o regresar al pasado y encontrarse con sus propios padres?
Mucho antes de eso, en el año 81, sentado en mi butaca teletransportadora, sobrecogido, casi translúcido en mi nueva fuga hacia el territorio de la imaginación, escuché una frase en boca del actor Paul Freeman, que encarnaba al villano René Belloq en En Busca del Arca Perdida, y que bien podría ser la cifra de toda la década posterior: "Nosotros solo pasamos por la historia. Esto… esto es historia", o si no lo de aquella famosa canción de Luis Eduardo Aute: "que toda la vida es cine y los sueños cine son".






Los héroes de los 80 son eternos,y no hay forma de matarlos aunque lo intenten
ResponderEliminarAquellos maravillosos años, donde la felicidad era fácil de conseguir...unos amigos + una película paramount + un menú whoper con el que compartir cada escena visionada minutos antes!
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