miércoles, 27 de abril de 2016

Pero… ¿qué pinta ese actor ahí? Errores garrafales de Casting I (Kylo Ren y los misterios del Oriente)


Hoy, al más puro estilo Sheldon Cooper y su aclamado espacio de Youtube: "Diversión con Banderas", voy a tratar de ser menos prolijo y me voy a entregar a cierta frivolidad con esta primera entrega de errores de casting. Ya que en la anterior reseña terminé hablando de la película Star Wars VII: El Despertar de la Fuerza, voy a comenzar este artículo citándola de nuevo brevemente; puede que por mero capricho estructural y solo a modo de introducción al tema o, ¿quién sabe?, tal vez me apetezca ajustarle las cuentas al tipo que borró del mapa a uno de los héroes más queridos de mi infancia. En cualquier caso, doy comienzo a estos juegos del despropósito con el inefable Adam Driver y el patético villano de la función que interpreta: Kylo Ren. 

Mejor con careta, majete
Este patán, aspirante a bellaco de mercadillo, Maestro de Ren, (aunque por lo visto aún no ha completado su entrenamiento; lo cual evidencia que la enseñanza anda igual en todos lados, incluso en galaxias muy muy lejanas) se pasea por ahí, ufano y oculto tras una máscara infantiloidemente innecesaria, tratando de imponer y provocar pavor entre propios y ajenos y quedando como un bufón de barraca en todas sus amenazas y enfrentamientos. Tras un par de ataques de histeria más propios de una adolescente hormonada que de un Señor de la Galaxia, decide quitarse la máscara; así descubrimos, por fin, la razón por la que había decidido ocultarse tras ella. ¿Ha heredado los problemas respiratorios de su abuelo? ¿Es un Robot? ¿Le persigue Hacienda? No, nada de eso. Solo se trata de que Adam Driver, el actor que lo encarna, es uno de los tipos más feos, desgarbados y nerds que ha dado el cine reciente; ni haber sido un marine del ejército de EEUU aumentó su empaque ni mejoró su presencia. La cosa no queda ahí; que un feo sea malvado y pague con la galaxia entera su complejo estético tiene hasta consistencia dramática (fijaos si no en Wert o en Kim Jong-Un), pero cuando poco después te enteras de quiénes son sus padres en la ficción es cuando clamas al cielo y exiges la cabeza de los responsables de casting. Pero, hombre, ¿no había más actores matándose por semejante y lucrativo papel?

No todo siempre fue malo 
                               

Cientos, miles diría yo; pero, claro, ninguno de ellos era Adam Driver, amigote del nuevo pope sabihondo de la industria, J. J. Abrams (lo mismo ocurre con Greg Grunberg, otro habitual del director que pidió ser premiado también con el anecdótico rol de piloto rebelde, con el fin de poder contárselo algún día a sus nietos en el estreno del episodio XIX). Ambos pertenecientes a la nueva especie de tipos lánguidos o anodinos, que anadean a lo hipster en los círculos artistoides y pseudointelectuales a caballo entre New York y los Angeles, de los que tanto se ríe el gran Hank Moody en la serie Californication y en cuyas cenas, aderezadas con vinos californianos y snacks de puerros con hummus, se cuece y reparte todo el cotarro.

O tal vez sí


En esas veladas indie, a las que es preceptivo llegar con libros de Carol Oates, Foster Wallace o Palahniuk bajo el brazo (haberlos leído no es requisito indispensable) y se agasaja a actrices de series outsiders o a grupos neofolk que suenan como jingles de anuncios de seguros, se reparten los favores y las prebendas entre los amiguetes de turno. Aquí también sucede algo parecido, no os  creáis, pero mucho más cañí; a España la tontería solo se importa sin aranceles en forma de indumentaria y disfraz entre los modernos. Ya sabemos que aquí lo de los libros cala poco y la Cultura institucional se basa en hacer paleontología de los escritores patrios. 

Pero tampoco nos rasguemos las vestiduras, esto ha ocurrido siempre y seguirá sucediendo. Ya sea por amiguismo, como en el caso anterior; por insensatez, por vanidad o por pura ineptitud, las elecciones de casting han sido en ocasiones tan descabelladas, que a punto han estado de dar al traste con la producción entera y de acabar con las carreras de reputados actores; eso cuando no las han destruido a unas y a otros sin piedad ni paliativos. Relatarlas todas es tarea imposible incluso para una enciclopedia. Pero destacar algunas es de lo más divertido si se tiene algo de sentido del ridículo. Así que, vamos ya con la primera entrega. recién llegada de Oriente.

¿Alguno de los presentes se imagina al genial Marlon Brando, que por otra parte era único metiéndose en camisa de once varas (probablemente fue el mentor de Nicholas Cage), haciendo de gurú místico o incluso de entrañable Japonés? Pues os puedo dar fe de que sí. En 1968, el sospechoso director Christian Marquand, probablemente bajo los efectos de la mescalina y otras sustancias no catalogadas incluso a día de hoy, perpetró uno de los mayores engendros de la historia del cine, cuyo argumento cuesta lo suyo descifrar aun tras varios visionados. Basada en una novela hippy erótica de notable acogida en la época (si es que eso puede considerarse un género; bueno, sí: género absurdo), en la que una chica de buen ver busca sin mucho sentido el sentido de la vida, la película se limita a presentar un desfile de viejos rijosos asediando sistemáticamente a una jovencita inocente (interpretada por el cuerpo presente de Ewa Aulin, una sueca de proporciones áureas pero inexpresiva como un coco, cuyo reiterativo e indescifrable gesto de cordero degollado fue reconocido -¿por qué no, oiga?- con una nominación a los Globos de Oro).

Sin comentarios
La película es Candy (Candy, 1968) y, en mi opinión, el quid de la cuestión es cómo lograron embarcar (y embaucar) en aquel previsible Titanic a estrellas de la talla de Richard Burton, John Huston, Walter Matthau o James Coburn. Por que lo de Brando es harina de otro costal; un tipo que ha encarnado a Zapata con bigotazo charro y paseado sus ciento cincuenta kilos en mallas por La isla del Doctor Moureau está claro que vive más que al límite. Y aquí se empeña en demostrarlo con creces; su Maestro Grindi, una mezcla entre el profeta Carlos Jesús y Pocholo Martínez Bordiu, es uno de los personajes más tronados y pasados de rosca con los que uno puede toparse en una pantalla de cine. Lo peor es que, entre todo este despropósito, Brando trata de tomarse en serio a sí mismo y cae todavía desde más alto. Eso es lo que sucede cuando el catering de un rodaje se limita a whisky y alucinógenos.



Del mismísmo Okinawa, se lo julo
¿Y cómo olvidar a Sakini, el simpático e improbable Japonés de La Casa de Té de la Luna de Agosto (The Tea House of the August Moon, 1956)? La película de Daniel Mann, que satiriza la ocupación estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial, estaba protagonizada por Glenn Ford. Además de que ya se la había escapado el papel de Gengis Khan en El Conquistador de Mongolia,  estaba claro que Marlon Brando, un tipo que simpatizaba con un sinfín de razas y de luchas étnicas (no en vano se había casado con una muchacha tahitiana y había enviado a una india americana a recoger su Oscar por El Padrino) no iba a desaprovechar la jugosa oportunidad de denigrar a toda la raza japonesa de un plumazo, aunque tuviera que pegarse los ojos con látex y aunque nunca llegara a saber ejecutar las bizarras genuflexiones que, a lo largo de todo el metraje, le hacían parecer un orangután con lumbago.

Pero en esto de hacernos tragar cuentos chinos no fue Marlon Brando el primero. Años antes ya lo había intentado Katherine Hepburn con mayor descalabro si cabe en La Estirpe del Dragón (Dragon Seed, 1944).

Historias de Chinadelfia

El film estaba basado en una intensa novela de Pearl S. Buck. La aristocrática y tiesa actriz se hizo pasar como pudo, que fue más bien poco, por una pobre campesina china durante la terrible invasión japonesa de 1937. Por mucho que le estiraran los ojos con escamas de pescado y maquillaran su cara de manera chanante, su arrogante cuerpo y su acento de Connecticut sin modificar (al menos Brando lo intentaría más tarde con el suyo en plan Angel Garó) hicieron poco creíble su trabajo. Lo más descacharrante es que sus compañeros chinos en la película fueron igualmente interpretados por actores caucásicos: Walter Huston, Henry Travers o Turnan Bey, este último, para mayor inri, era austriaco y de ascendencia turco-checoslovaca. Por ello, la película, basada en una potente y descarnada historia y cuyo lema prometía "glorificar a la mujer china de nuestro tiempo" queda reducida a un episodio largo de Muchachada Nui en el que los niños, que sí son auténticos orientales, parecen haber sido adoptados por un incoherente grupo de mutantes.

No se vayan todavía, que hay más chinos. No sé de donde surgió la disparatada moda o tendencia en Hollywood de hacer películas de chinos sin chinos, pero no son aisladas. Sé que todavía hoy, la mayoría de estadounidenses que pasan por la taquilla, exige ver norteamericanos interpretando los papeles principales. A los pobrecitos hay que pasarles todo por la túrmix, parece que no saben masticar cocina exótica. Ese es el motivo, junto con el idioma, de tanto remake innecesario y pánfilo de films extranjeros: la sueca Déjame entrar, la argentina El Secreto de sus Ojos, la española REC, entre otras. Pero hombre, digo yo que para todo hay un límite. En 1955, a Howard Hughes le dio por llevar al cine la vida de alguien probablemente tan megalómano como él: Gengis Khan. El film se llamaría El Conquistador de Mongolia (The Conqueror, 1955). Ya tenían director, Dick Powell, y la mayoría del reparto cerrado, pero aún les faltaba el rutilante protagonista. ¿Y quién podría ser la primera opción del productor para ese papel? ¿A quién querría la Fox sin falta para hacer de un muy creíble oriental? He dejado una pista un poco más arriba. ¿Lo adivináis? ¡Pues claro!, ¿quién mejor que Marlon Brando para dar una vez más la nota haciendo el mongol? Pero no pudo ser; en aquellas fechas, Brando estaba interpretando a Napoleón en Desirée, a las órdenes de Henry Koster.


Al Este del Oeste

El azar quiso que entonces pasara por allí alguien que era perfecto para el papel y al que éste le fue adjudicado inmediatamente, sin pensarlo dos veces; ni una tampoco, a la vista está. ¿Que quién era? Nada menos que el mismísimo John Wayne. ¡Oriente en estado puro! Las cartas ya venían mal dadas si tenemos en cuenta que Susan Hayward, pelirroja ella y de Brooklyn, había firmado para encarnar a la hija de un jefe tártaro de la que Khan se prenda sin remisión alguna. De hecho, el romance entre ambos personajes es un verdadero disparate: él la secuestra, la maltrata, la somete, la intenta violar y ella se enamora perdidamente de él y él de ella. Podría tratarse de una precuela de Cincuenta Sombras de Grey o de una comedia romántica actual para poligoneros, pero no; es cine histórico. Hay que reconocer que el Duque compensaba con su imponente presencia su limitado talento para la interpretación, pero aquí, con esos ojos perfilados y embutido en unos ridículos ropajes más propios del Cortylandia que de una superproducción de Hughes, no hay nada que lo salve de la quema. Si a todo ello le sumamos que Agnes Morehead, una actriz de la misma edad que él, interpreta a su madre, el desastre está servido. Los Angeles Times dijo de ella: "El Genghis Khan de John Wayne es tan descabellado como si se hubiese puesto a Mickey Rooney de Jesucristo en Rey de Reyes.

Y de este último quería también decir unas palabras, porque de Jesucristo no hizo, no. Pero, ¿cómo no iba a hacer también de oriental? ¿Cómo perderse la fiesta del dragón? ¿Alguien en la última fila ha gritado que Mickey Rooney no? Que levante la mano. Bien, en una de mis comedias preferidas de todos los tiempos, Desayuno con Diamantes (Breakfast at Tiffany´s, 1961), Holly Golightly la chica de moral distraída encarnada por la inolvidable Audrey Hepburn molesta día sí y día también con sus fiestas y jaleos a un vecino japonés que vive en el piso de arriba y que, cada dos por tres, sale al rellano dando voces y amenazando con llamar a la policía. Su nombre es Mr. Yunioshi, y el del actor que le da vida (o lo caricaturiza, más bien,) no es otro que Mickey Rooney.

¡Banzai!


Y tras este breve recorrido por el oriente de pega me despido hasta la semana que viene, no sin preveniros antes de algo. Si pensáis que lo de elegir actores caucásicos para encarnar personajes orientales es una ridícula y ya olvidada costumbre del pasado; si creéis que estáis a salvo de estos desmanes en una sala de cine o en la segura calidez de vuestros hogares, me veo en la obligación de recordaros que en 2005, Colin Farrel, un macarra chungo de Dublín encarnó a Alejandro Magno y que el papel de su madre Olimpia fue a parar a manos de Angelina Jolie, tan solo un año mayor que Farrel. ¡Eh! Esperad, que en 2010 John Milius estaba preparando una nueva versión de Gengis Khan y ya tenía actor indiscutible: Mickey Rourke. 

Vamos, que la cosa siempre puede ir a peor.

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