miércoles, 27 de abril de 2016

Pero… ¿qué pinta ese actor ahí? Errores garrafales de Casting I (Kylo Ren y los misterios del Oriente)


Hoy, al más puro estilo Sheldon Cooper y su aclamado espacio de Youtube: "Diversión con Banderas", voy a tratar de ser menos prolijo y me voy a entregar a cierta frivolidad con esta primera entrega de errores de casting. Ya que en la anterior reseña terminé hablando de la película Star Wars VII: El Despertar de la Fuerza, voy a comenzar este artículo citándola de nuevo brevemente; puede que por mero capricho estructural y solo a modo de introducción al tema o, ¿quién sabe?, tal vez me apetezca ajustarle las cuentas al tipo que borró del mapa a uno de los héroes más queridos de mi infancia. En cualquier caso, doy comienzo a estos juegos del despropósito con el inefable Adam Driver y el patético villano de la función que interpreta: Kylo Ren. 

Mejor con careta, majete
Este patán, aspirante a bellaco de mercadillo, Maestro de Ren, (aunque por lo visto aún no ha completado su entrenamiento; lo cual evidencia que la enseñanza anda igual en todos lados, incluso en galaxias muy muy lejanas) se pasea por ahí, ufano y oculto tras una máscara infantiloidemente innecesaria, tratando de imponer y provocar pavor entre propios y ajenos y quedando como un bufón de barraca en todas sus amenazas y enfrentamientos. Tras un par de ataques de histeria más propios de una adolescente hormonada que de un Señor de la Galaxia, decide quitarse la máscara; así descubrimos, por fin, la razón por la que había decidido ocultarse tras ella. ¿Ha heredado los problemas respiratorios de su abuelo? ¿Es un Robot? ¿Le persigue Hacienda? No, nada de eso. Solo se trata de que Adam Driver, el actor que lo encarna, es uno de los tipos más feos, desgarbados y nerds que ha dado el cine reciente; ni haber sido un marine del ejército de EEUU aumentó su empaque ni mejoró su presencia. La cosa no queda ahí; que un feo sea malvado y pague con la galaxia entera su complejo estético tiene hasta consistencia dramática (fijaos si no en Wert o en Kim Jong-Un), pero cuando poco después te enteras de quiénes son sus padres en la ficción es cuando clamas al cielo y exiges la cabeza de los responsables de casting. Pero, hombre, ¿no había más actores matándose por semejante y lucrativo papel?

No todo siempre fue malo 
                               

Cientos, miles diría yo; pero, claro, ninguno de ellos era Adam Driver, amigote del nuevo pope sabihondo de la industria, J. J. Abrams (lo mismo ocurre con Greg Grunberg, otro habitual del director que pidió ser premiado también con el anecdótico rol de piloto rebelde, con el fin de poder contárselo algún día a sus nietos en el estreno del episodio XIX). Ambos pertenecientes a la nueva especie de tipos lánguidos o anodinos, que anadean a lo hipster en los círculos artistoides y pseudointelectuales a caballo entre New York y los Angeles, de los que tanto se ríe el gran Hank Moody en la serie Californication y en cuyas cenas, aderezadas con vinos californianos y snacks de puerros con hummus, se cuece y reparte todo el cotarro.

O tal vez sí


En esas veladas indie, a las que es preceptivo llegar con libros de Carol Oates, Foster Wallace o Palahniuk bajo el brazo (haberlos leído no es requisito indispensable) y se agasaja a actrices de series outsiders o a grupos neofolk que suenan como jingles de anuncios de seguros, se reparten los favores y las prebendas entre los amiguetes de turno. Aquí también sucede algo parecido, no os  creáis, pero mucho más cañí; a España la tontería solo se importa sin aranceles en forma de indumentaria y disfraz entre los modernos. Ya sabemos que aquí lo de los libros cala poco y la Cultura institucional se basa en hacer paleontología de los escritores patrios. 

Pero tampoco nos rasguemos las vestiduras, esto ha ocurrido siempre y seguirá sucediendo. Ya sea por amiguismo, como en el caso anterior; por insensatez, por vanidad o por pura ineptitud, las elecciones de casting han sido en ocasiones tan descabelladas, que a punto han estado de dar al traste con la producción entera y de acabar con las carreras de reputados actores; eso cuando no las han destruido a unas y a otros sin piedad ni paliativos. Relatarlas todas es tarea imposible incluso para una enciclopedia. Pero destacar algunas es de lo más divertido si se tiene algo de sentido del ridículo. Así que, vamos ya con la primera entrega. recién llegada de Oriente.

¿Alguno de los presentes se imagina al genial Marlon Brando, que por otra parte era único metiéndose en camisa de once varas (probablemente fue el mentor de Nicholas Cage), haciendo de gurú místico o incluso de entrañable Japonés? Pues os puedo dar fe de que sí. En 1968, el sospechoso director Christian Marquand, probablemente bajo los efectos de la mescalina y otras sustancias no catalogadas incluso a día de hoy, perpetró uno de los mayores engendros de la historia del cine, cuyo argumento cuesta lo suyo descifrar aun tras varios visionados. Basada en una novela hippy erótica de notable acogida en la época (si es que eso puede considerarse un género; bueno, sí: género absurdo), en la que una chica de buen ver busca sin mucho sentido el sentido de la vida, la película se limita a presentar un desfile de viejos rijosos asediando sistemáticamente a una jovencita inocente (interpretada por el cuerpo presente de Ewa Aulin, una sueca de proporciones áureas pero inexpresiva como un coco, cuyo reiterativo e indescifrable gesto de cordero degollado fue reconocido -¿por qué no, oiga?- con una nominación a los Globos de Oro).

Sin comentarios
La película es Candy (Candy, 1968) y, en mi opinión, el quid de la cuestión es cómo lograron embarcar (y embaucar) en aquel previsible Titanic a estrellas de la talla de Richard Burton, John Huston, Walter Matthau o James Coburn. Por que lo de Brando es harina de otro costal; un tipo que ha encarnado a Zapata con bigotazo charro y paseado sus ciento cincuenta kilos en mallas por La isla del Doctor Moureau está claro que vive más que al límite. Y aquí se empeña en demostrarlo con creces; su Maestro Grindi, una mezcla entre el profeta Carlos Jesús y Pocholo Martínez Bordiu, es uno de los personajes más tronados y pasados de rosca con los que uno puede toparse en una pantalla de cine. Lo peor es que, entre todo este despropósito, Brando trata de tomarse en serio a sí mismo y cae todavía desde más alto. Eso es lo que sucede cuando el catering de un rodaje se limita a whisky y alucinógenos.



Del mismísmo Okinawa, se lo julo
¿Y cómo olvidar a Sakini, el simpático e improbable Japonés de La Casa de Té de la Luna de Agosto (The Tea House of the August Moon, 1956)? La película de Daniel Mann, que satiriza la ocupación estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial, estaba protagonizada por Glenn Ford. Además de que ya se la había escapado el papel de Gengis Khan en El Conquistador de Mongolia,  estaba claro que Marlon Brando, un tipo que simpatizaba con un sinfín de razas y de luchas étnicas (no en vano se había casado con una muchacha tahitiana y había enviado a una india americana a recoger su Oscar por El Padrino) no iba a desaprovechar la jugosa oportunidad de denigrar a toda la raza japonesa de un plumazo, aunque tuviera que pegarse los ojos con látex y aunque nunca llegara a saber ejecutar las bizarras genuflexiones que, a lo largo de todo el metraje, le hacían parecer un orangután con lumbago.

Pero en esto de hacernos tragar cuentos chinos no fue Marlon Brando el primero. Años antes ya lo había intentado Katherine Hepburn con mayor descalabro si cabe en La Estirpe del Dragón (Dragon Seed, 1944).

Historias de Chinadelfia

El film estaba basado en una intensa novela de Pearl S. Buck. La aristocrática y tiesa actriz se hizo pasar como pudo, que fue más bien poco, por una pobre campesina china durante la terrible invasión japonesa de 1937. Por mucho que le estiraran los ojos con escamas de pescado y maquillaran su cara de manera chanante, su arrogante cuerpo y su acento de Connecticut sin modificar (al menos Brando lo intentaría más tarde con el suyo en plan Angel Garó) hicieron poco creíble su trabajo. Lo más descacharrante es que sus compañeros chinos en la película fueron igualmente interpretados por actores caucásicos: Walter Huston, Henry Travers o Turnan Bey, este último, para mayor inri, era austriaco y de ascendencia turco-checoslovaca. Por ello, la película, basada en una potente y descarnada historia y cuyo lema prometía "glorificar a la mujer china de nuestro tiempo" queda reducida a un episodio largo de Muchachada Nui en el que los niños, que sí son auténticos orientales, parecen haber sido adoptados por un incoherente grupo de mutantes.

No se vayan todavía, que hay más chinos. No sé de donde surgió la disparatada moda o tendencia en Hollywood de hacer películas de chinos sin chinos, pero no son aisladas. Sé que todavía hoy, la mayoría de estadounidenses que pasan por la taquilla, exige ver norteamericanos interpretando los papeles principales. A los pobrecitos hay que pasarles todo por la túrmix, parece que no saben masticar cocina exótica. Ese es el motivo, junto con el idioma, de tanto remake innecesario y pánfilo de films extranjeros: la sueca Déjame entrar, la argentina El Secreto de sus Ojos, la española REC, entre otras. Pero hombre, digo yo que para todo hay un límite. En 1955, a Howard Hughes le dio por llevar al cine la vida de alguien probablemente tan megalómano como él: Gengis Khan. El film se llamaría El Conquistador de Mongolia (The Conqueror, 1955). Ya tenían director, Dick Powell, y la mayoría del reparto cerrado, pero aún les faltaba el rutilante protagonista. ¿Y quién podría ser la primera opción del productor para ese papel? ¿A quién querría la Fox sin falta para hacer de un muy creíble oriental? He dejado una pista un poco más arriba. ¿Lo adivináis? ¡Pues claro!, ¿quién mejor que Marlon Brando para dar una vez más la nota haciendo el mongol? Pero no pudo ser; en aquellas fechas, Brando estaba interpretando a Napoleón en Desirée, a las órdenes de Henry Koster.


Al Este del Oeste

El azar quiso que entonces pasara por allí alguien que era perfecto para el papel y al que éste le fue adjudicado inmediatamente, sin pensarlo dos veces; ni una tampoco, a la vista está. ¿Que quién era? Nada menos que el mismísimo John Wayne. ¡Oriente en estado puro! Las cartas ya venían mal dadas si tenemos en cuenta que Susan Hayward, pelirroja ella y de Brooklyn, había firmado para encarnar a la hija de un jefe tártaro de la que Khan se prenda sin remisión alguna. De hecho, el romance entre ambos personajes es un verdadero disparate: él la secuestra, la maltrata, la somete, la intenta violar y ella se enamora perdidamente de él y él de ella. Podría tratarse de una precuela de Cincuenta Sombras de Grey o de una comedia romántica actual para poligoneros, pero no; es cine histórico. Hay que reconocer que el Duque compensaba con su imponente presencia su limitado talento para la interpretación, pero aquí, con esos ojos perfilados y embutido en unos ridículos ropajes más propios del Cortylandia que de una superproducción de Hughes, no hay nada que lo salve de la quema. Si a todo ello le sumamos que Agnes Morehead, una actriz de la misma edad que él, interpreta a su madre, el desastre está servido. Los Angeles Times dijo de ella: "El Genghis Khan de John Wayne es tan descabellado como si se hubiese puesto a Mickey Rooney de Jesucristo en Rey de Reyes.

Y de este último quería también decir unas palabras, porque de Jesucristo no hizo, no. Pero, ¿cómo no iba a hacer también de oriental? ¿Cómo perderse la fiesta del dragón? ¿Alguien en la última fila ha gritado que Mickey Rooney no? Que levante la mano. Bien, en una de mis comedias preferidas de todos los tiempos, Desayuno con Diamantes (Breakfast at Tiffany´s, 1961), Holly Golightly la chica de moral distraída encarnada por la inolvidable Audrey Hepburn molesta día sí y día también con sus fiestas y jaleos a un vecino japonés que vive en el piso de arriba y que, cada dos por tres, sale al rellano dando voces y amenazando con llamar a la policía. Su nombre es Mr. Yunioshi, y el del actor que le da vida (o lo caricaturiza, más bien,) no es otro que Mickey Rooney.

¡Banzai!


Y tras este breve recorrido por el oriente de pega me despido hasta la semana que viene, no sin preveniros antes de algo. Si pensáis que lo de elegir actores caucásicos para encarnar personajes orientales es una ridícula y ya olvidada costumbre del pasado; si creéis que estáis a salvo de estos desmanes en una sala de cine o en la segura calidez de vuestros hogares, me veo en la obligación de recordaros que en 2005, Colin Farrel, un macarra chungo de Dublín encarnó a Alejandro Magno y que el papel de su madre Olimpia fue a parar a manos de Angelina Jolie, tan solo un año mayor que Farrel. ¡Eh! Esperad, que en 2010 John Milius estaba preparando una nueva versión de Gengis Khan y ya tenía actor indiscutible: Mickey Rourke. 

Vamos, que la cosa siempre puede ir a peor.

sábado, 16 de abril de 2016

Manual de Autoyuda para defender la ficción. Realidad y verosimilitud. Homenajes y plagios. Episodio VII: El Despertar de la Fuerza

La inexplicable buena acogida a la todavía reciente entrega de Star Wars y su inmediato lanzamiento en cine doméstico me han llevado a adelantar el asunto que hoy me ocupa y a cambiar mi intención original, que era escribir un poco sobre las chicas Bond (sé que más de uno ya lo estará lamentando). Se trata de aclarar una dicotomía de lo más sencilla -o eso creo yo- que viene dando mucha guerra en cualquier debate amateur sobre ficción desde tiempos inmemoriales y cuya aclaración podría también aportar algo de luz a estas páginas.

¿Quién no se ha encontrado en una cena de amigos, un café, un Starbucks, frente al listillo de turno, conectadísimo con todo, o el adolescente que todo lo sabe y, que en agitada conversación, además de poner en duda tus aficiones más sagradas, te trata con desdén condescendiente, como si sus asuntos tuvieran una relevancia mundial y tú aún no hubieras salido del cascarón? En este caso concreto, tratas de razonar sobre una película o un libro, cuyos deliberados errores te han molestado por su torpeza o por su mínimo esfuerzo y respeto para quienes pagamos por disfrutar de la magia que, presuntamente, prometen tales obras y, en cuanto empiezas a ponerte vehemente, el tipo de marras te desarma con el irritante y errado axioma: "es solo cine, tío; es literatura". O aún peor, "es ciencia ficción, es fantasía, claro que no es creíble, no te lo tomes tan a pecho ".


R2, ¿tú no volabas?
Hoy voy a emprenderla con lo último de Star Wars porque creo que se lo merece de sobra y es un buen modelo y cifra que viene a sumarse a todo este asunto, además de alimentar a gran escala esa falta de exigencia que lamentablemente cada vez se extiende más entre el espectador y el lector actual. Y por que a pesar del fraude que constituye, su siguiente entrega congregará el mismo número de espectadores o más aún; estoy seguro que para Disney va a ser como pescar en un barril. Pero bueno, da igual si eres fan o no de la saga, solo voy usarla como instrumento para evidenciar ciertos aspectos relacionados con el tema a tratar.

Para abrir boca, empezaré con un par de preguntas al azar (y que conste que podría hacer cientos de ellas): ¿cómo puede ser que R2D2 nunca se propulse en el aire en los episodios IV, V y VI si le he hemos visto volar como un cohete en las precuelas? De hecho, mientras Jabba the Hutt está a punto de arrojar a nuestros héroes al estómago del Gran Sarlacc, cuya digestión -no lo olvidemos- dura más de mil años; además de no ayudar, vemos caer como una piedra al cabezudo robot desde la cubierta de la barcaza y quedar semienterrado, junto a C3-PO, en las arenas del desierto. ¿O cómo puede afirmar Ben Kenobi en el Episodio IV que no recuerda tener un androide cuando ha compartido con ellos tres precuelas enteras? Alguien bienintencionado diría: "¡Alzheimer!". El conectadísimo de la cena te miraría fijamente tras sus gafas con montura de colores y te respondería: "Es solo cine, tío, ciencia ficción. Qué más da. No te ralles". Si alguna vez te has sentido así de desvalido (y probablemente indignado) y sabías que tu interlocutor no tenía razón pero no sabías por qué, sigue leyendo, te voy a aportar algunos argumentos para que puedas combatir al tipo de las gafas. Aparte, también debo advertirte que las precuelas tienen más peligro que Biff Tannen con el almanaque deportivo.

Lo primero a señalar es que la ficción es una forma de ordenar la Realidad, tan buena y necesaria como cualquier otra. ¿Te interesaría ver una película acerca de las horas que pasas mirando la pared o comiendo en un fast food? No, a menos que tu pared fuera un portal a otro universo, como el de Los Héroes del Tiempo (Time Bandits, 1981), o que un grupo de atracadores entrase de repente en la hamburguesería con armas automáticas. La vida corriente, la de diario, no es más que una película aburrida y mala, y bastante caótica, por cierto. ¿Por qué nos contamos anécdotas cerca del fuego desde la prehistoria? ¿Qué es una anécdota? Pues no es más que uno de los pedazos de nuestra vida en los que la cosa se ha puesto algo más interesante y tiene cierta disposición narrativa. Algo que le puede interesar a los demás. Una obra de ficción elimina lo aburrido y trata de crear cierto ritmo y orden, graduando en intensidad y seleccionando lo más interesante.

No hemos inventado nada
Para justificar esta división de conceptos podría citarte a Aristóteles, que ya se dio cuenta de todo este asunto en el siglo IV a.c y lo registró en su célebre Poética, cuyo segundo libro, por cierto, era el que buscaba Guillermo de Baskerville en El Nombre de la Rosa. Este completísimo tratado sobre el arte de narrar historias sentó unas bases que hoy en día, veinticinco siglos después, se siguen respetando en cualquier guión o cualquier obra teatral. ¿Por qué? Porque funcionan. Pero, como podría parecer que citar a un grande como Aristóteles es una forma de escurrir el bulto y escudarme tras un hermano mayor, vamos a comparar las dos historias que expongo a continuación y que me sirven de ejemplo. La primera, muy simplona y algo apresurada: "un tipo pierde las llaves del coche justo antes de ir a buscar a su novia, su móvil está sin batería y baja al bar que hay bajo su casa esperando que el camarero, al que más o menos conoce, le deje cargar el teléfono mientras se toma una caña. Allí se encuentra con una vieja amiga del instituto. Mientras el móvil cobra vida, ambos hablan de lo divino y lo humano; él le dice que ha encontrado hace dos años a la mujer de su vida y que es feliz. Ella se alegra por la noticia y le bendice con un beso final en la mejilla; le ha encantado verle después de tanto tiempo y, cuando ambos salen del bar, una amiga de la novia del desafortunado muchacho pasa justo por la puerta del local, graba un video con su smartphone a hurtadillas y se sonríe torvamente. En menos de un minuto, como cualquiera puede suponer, su novia tiene toda la información gráfica en su propio móvil. El tipo, en el exacto punto cronológico en el que  debería estar recogiendo a su novia, aparece en un video con la marca de un pintalabios en la mejilla izquierda y saliendo de un bar acompañado de una chica desconocida".

La segunda historia: "Un bebé alienígena es enviado a la Tierra justo antes de que su planeta sea destruido. Mientras que en Krypton (dicho planeta) el tipo habría sido un ciudadano más, en la Tierra adquirirá poderes sobrehumanos: puede volar, tiene rayos X, fuerza ilimitada y algunos puntos débiles: la kryptonita y el plomo; a través del cual no puede ver".

¿Cuál de las dos historias funciona mejor? Te voy a dar una pista: al tipo de la primera su novia lo dejó a la mañana siguiente, no se creyó nada; mientras que Superman sigue siendo un icono cultural después de casi un siglo. ¿Por qué? A ver, cuántas veces te han ocurrido cosas de esas que, al ir a contarlas, te salen con un: "buf, no te lo vas a creer". Bueno, pues verás, esas cosas no funcionan en ficción, a menos que estén muy, pero que muy justificadas. Y en la vida de pareja, tampoco mucho, la verdad.

Nuevas historias, mismas reglas
Cuando creas un mundo imaginario estás jugando a ser Dios, diseñas las reglas de ese microcosmos, o como quieras llamarlo, que te bulle en la cabeza. Se supone que Dios (llámalo también como quieras: natura, destino, azar, biología) nos hizo de una manera y, salvo evoluciones justificadas, no hay mucho más que eso con lo que jugar. Si existe un juego es bajo sus reglas. Mi cuerpo, entre otras cosas, no puede volar o respirar bajo el agua de forma autónoma. Cuando juegas a ser Dios creando historias y personajes, tienes que ser como Dios; es a lo que nuestra mente y nuestra razón nos tiene acostumbrados: sistemas consecuentes, organización, causas y efectos. La experiencia que se busca con la ficción se llama suspensión de la incredulidad por algo. Para que tu ficción funcione debes engañar a tu condición humana de forma creíble. Si creas unas reglas, debes seguirlas y someterte a su trayectoria a rajatabla salvo modificaciones coherentes e introducidas orgánicamente en el juego narrativo. Si no, ¡lo siento!, haber creado otras, tenías toda la libertad y el tiempo del mundo. Pero una vez establecidas esas reglas en tu ficción, no hay vuelta atrás. Superman, lo conocemos de sobra, puede hacer todas esas cosas que he dicho, pero, que yo sepa, no puede transformarse en un gnomo ambisexual que puede predecir el futuro o conectar con los dragones chinos a través de sus cutículas. ¿O sí? No sé, no lo he leído todo. Soy bastante clásico.

Volviendo a la chica de la primera historia. ¿Por qué dejó al pobre tipo? No porque la historia que él le contó no fuera real, que lo era. Sino porque no era verosímil. A veces más te vale contar una mentira plausible que una verdad increíble. 

Ya sé que para muchos de los más jóvenes, los más expuestos a este síndrome endémico provocado por la superficialidad y la falta de conocimientos, amparados por la condescendiente cultura del todo vale y de que todo el mundo vale para todo, esto de las reglas les suena un poco a sometimiento, a ser encorsetados por algo externo y muy limitador. El arte no tiene límites, es pura inspiración. ¡Filfa! Parafraseando a Picasso, la inspiración debe pillarte trabajando y para ello debes conocer bien los recursos y las herramientas. Así como un mecánico precisa de un gran conocimiento del automóvil, el avión o el portaaviones de turno, y ser un experto en el uso de todas las herramientas de las que dispone; o un cirujano estudia y perfecciona durante años su sabiduría sobre el cuerpo humano y maneja a la perfección el instrumental quirúrgico, o un experto en microbiología trata de sintetizar nuevas vacunas que salven o aniquilen a la humanidad, ¿quién podría dar un nuevo paso en cualquier campo artístico sin un conocimiento extraordinario de esas disciplinas y herramientas? ¿Fotógrafos, escritores, pintores? ¿Alguien duda todavía que para romper con las reglas y los caminos establecidos, hay que conocerlos primero de forma exhaustiva? ¿O de que para llegar a la ruptura del Cubismo, Picasso tuvo que haber dominado antes todas las técnicas anteriores? En caso contrario, ¿cómo vas a saber qué y qué no hay que romper y hacia dónde dirigirse luego?

Pero esto no nos ha sacado aún del problema: "La mecánica y la cirugía son inestimables aportaciones al mundo; no tienen nada que ver con lo que tú defiendes; nada más que libros y películas: mera ficción", insiste el intenso de las gafas de montura azul. Ya sabéis lo osada y pertinaz que es la ignorancia.

Bien, ¿alguna vez habéis estado en la casa de vuestra tía abuela y ella os ha relatado una anécdota del pasado que no coincide absolutamente en nada con lo que vosotros atesoráis de ese recuerdo? Hay una cita que reza: "La vida no es como es, sino como se recuerda" ¿Y qué es la memoria sino la ficcionalización consentida por uno mismo de los recuerdos y amparada por las personas que los compartieron? No, tranquilos, no os asustéis, vuestra vida es real (eso creía también Neo en Matrix), pero nadie posee un registro fidedigno de ella, sino condicionado por el tiempo y refrendado por los recuerdos de los demás. Por ello hay que reconocer que todos tenemos algo de personajes de ficción (como los de ficción tienen algo de personajes reales), algo de lo que se han aprovechado autores como Unamuno o Ionesco, para fundamentar sus juegos y alegorías. Asunto que también ha fundamentado el argumento de un sinnúmero de novelas, obras de teatro y películas de ciencia ficción, todas muy verosímiles, por cierto.

Bien, pues ante la frase recurrente de: "es solo ficción", podríamos responderle al conectadísimo chico de las gafas azules que justifique las diferencias entre los detalles de sus recuerdos y las discrepancias que otros familiares contemporáneos tienen de ellos. Porque con esas pintas, bien podría ser él mismo un personaje que me he inventado yo líneas más arriba, y probablemente lo sea. Y sobre lo de la verosimilitud, en fin, ya lo expliqué antes: ¿a quién vais a creer? ¿A Superman o al otro tipo? 

Sé que esto de los propulsores no puede durar

Si uno ve a su madre flotar tres centímetros sobre el suelo mientras trata de calentar un café en el microondas se quedaría de piedra, ¿no? ¡Claro!, que sepamos, las madres no vuelan. Si Supermán pudiera convertirse en un gnomo de jardín y se pusiera a beber un batido de kryptonita tras otro, ¿qué pensarías? Que te están estafando. O, dejemos las extravagancias y regresemos a Star Wars. ¿Y si después de que Luke Skywalker ha empleado tres películas en dominar el arte y la destreza de los Jedis (y eso que la Fuerza estaba presente en su interior, no lo olvidemos, y muy intensa; muy, muy intensa); resulta que llega un soldado de asalto novato, cobarde y renegado (Finn, ese inefable personaje) y es capaz de enfrentarse a un caballero oscuro la primera vez que agarra un sable láser? O la ridiculez sonrojante de que Han Solo, después de toda una vida peleando junto a Chewbacca, acuse por primera vez sorprendídísimo la increíble potencia de tiro de la ballesta del Wookie? Bueno, hay gente a la que estos detalles no le chocan nada. Yo los percibí como si, de repente, el abuelo de mi mejor amigo hubiera bailado en liguero una lambada ante nosotros, con un frutero en la cabeza, mientras tomábamos infusión de hibisco. "No te ralles, tío, es ficción. ¿Qué más da? No seas hater", supongo que argumentaría el genio de las gafas azules introduciendo una etiqueta en inglés, de esas que dan prestancia siempre a cualquier afirmación. Pues bien, la ficción necesita la ya citada suspensión de la incredulidad. Cada vez que uno se salta la congruencia narrativa, vuelve la incredulidad y se desvanece la magia; como sucede cuando al mago le ves la carta asomando por la manga y descubres el doble fondo de la caja de las espadas. A uno lo envían de un empujón de vuelta al mundo real y el espectáculo no vale un ardite (una mierda, en roman paladino).

¿Pero y, si además, la tercera entrega de El Padrino o de Regreso al Futuro hubieran sido como la primera entrega, casi idéntica, salvando algunos detalles? 

La diferencia entre homenaje y plagio es bastante más sencilla de explicar. Cuando un guionista, director o responsable de un filme emplean algún detalle no estructural o relevante en una película para crear un lazo referencial con otras historias, ampliando así su significado, se trata de un homenaje. En literatura se le llama, de forma más pedante, intertextualidad. Ejemplos que se me ocurren así, a bote pronto: Richard Hatch, el antiguo Apollo de Galáctica de 1978, encarnó en la nueva serie de TV de 2004 a Tom Zarek. En Indiana Jones y la Calavera de Cristal, se vislumbraba dentro de un cajón El Arca de la Alianza; así como antes apareció en un grabado de uno de los muros de las catacumbas venecianas de Indiana Jones y la Última Cruzada. Que Sheldon Cooper, uno de los protagonistas de The Big Bang Theory huya de un cine con el metraje de la película original de En busca del Arca Perdida, perseguido por una horda de neoyorquinos salvajizados, a semejanza de lo que le ocurre al héroe con los hovitos en la citada entrega, también lo es. El homenaje siempre es referencial y aporta a la historia un chiste, un vínculo, un asociación emocional. El plagio es otra cosa muy distinta.


Episodio IV (bis)
Centrémonos entonces en el plagio. Para muestra, un botón. Una vez más, volvamos a Star Wars, en concreto al argumento de Episodio VII: El Despertar de la fuerza: Rey, una chatarrera (Luke Skywalker en la original), que agoniza vitalmente en el planeta desértico Jakku (clavado a Tatooine en la original) y que sueña con el espacio y sabe que su familia la abandonó y que podría encontrarlo en algún punto de la galaxia (como Luke de nuevo, que vive con sus tíos sin recuerdos de las Guerras Clon) se topa con el androide BB8, que salvaguarda unos planos importantísimos acerca de una Estrella de Combate (calcado a RD-D2 el asunto, sin ningún empacho ni verguenza). Al principio, un comerciante de androides se lo quiere arrebatar (los Jawas en la original), pero ella se resiste y lo conserva. Luego da con el Halcón Milenario y huye de Jakku (en la otra primero llegan a la cantina, en ésta la abordan después, -¡oh! innovación-). Más tarde, cuando por fin alcanzan una cantina calcada, pero en cutre y sin alma, a la del Episodio IV, se topan con Maz Kanata, un personaje realmente antipático con un aspecto, modos y usos que recuerdan explícitamente al maestro Yoda, pero, eso sí, con un bronceado post Florida y cumpliendo con la cuota femenina; y que posee el sable láser de Luke (sí, me sé la excusa y el inicio original pero, por favor, los defensores a ultranza, releed arriba lo que ya expuse sobre la inverosimilitud) La cosa es que a la chica la secuestran y se la llevan a la Estación Espacial (como a Leia), donde los héroes tienen que ir a rescatarla mientras los cazas rebeldes hallan de nuevo un punto débil, gracias a los planos del robot, y la destruyen sin inconvenientes. No sin que antes suceda la determinante muerte de un héroe (Han Solo/Ben Kenobi) a manos de un adolescente desequilibrado (Anakin Episodio II) que obedece las órdenes de un superior malvado que, por ahora, solo aparece en imagen holográfica (exactamente igual que el Emperador Palpatine).

Bueno, qué mejor ejemplo de plagio que éste. Aquí no hay guiños referenciales. Han vuelto a escribir prácticamente la misma trama y han hecho el mínimo esfuerzo y corrido el mínimo riesgo. Se han limitado a cambiar algunos detalles para que parezca nueva. Muy pocos detalles, de hecho, y bastante nimios e irrelevantes. Y aún así, todo iremos a verla. ¿En pos de qué? De una sensación nostálgica los más mayores; de un reclamo casi larvario los más jóvenes.

¿Los mismos que defienden esta gigantesca estafa, verían con agrado que la próxima entrega televisiva de Juego de Tronos, la sexta, fuera calcada a la segunda? ¿Hubieran soportado que el libro El Retorno del Rey fuera exactamente igual a La Comunidad del Anillo? No lo creo. Salvo el que no haya leído este artículo y siga llevando gafas de colores.

La próxima vez que os enfrentéis al tipo intenso y de opinión prematura, decidle que él no es más que una invención mía, que él tampoco es más que ficción. Seguro que lo descolocáis.



Al otro lado, todo es igual de creíble







martes, 5 de abril de 2016

Las primeras fugas. Acerca de la Teletransportación II (El cine fantástico y de aventuras de los 80)

Solo puedo comenzar este artículo de una manera, con mi mente concentrada en el antiguo logo de la Paramount (el que recorrió los cines de todo el mundo desde el año 1975 hasta el 1987, un sencillo dibujo en dos tonos de azul de la célebre montaña y el arco de estrellas sobre su cima) fundiéndose con otro monte en imagen real recortado contra el cercano horizonte de un paisaje selvático. Lo demás, ya lo resumía el primer tráiler de la película que vendría a continuación. "Recuerden este nombre: Indiana Jones", subrayaba una voz solemne y sugerente, mientras un hidroavión escapaba de la jungla peruana en una maniobra a la desesperada. Y ¡vaya si lo recordaríamos!; muy pronto se convertiría en el icono del héroe de aventuras de todos los tiempos. Treinta y cinco años después, a mi parecer, sigue sin ser superado. 

El Doctor Jones a punto de meterse en uno de sus líos
En Busca del Arca Perdida (Raiders of the Lost ark, 1981) no fue la primera película que vi en una sala, pero junto con La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), me abrió una puerta hacia una forma diferente de ver el cine. Si tengo que hacer caso a mis padres, mi primera película fue La Leyenda de la Ciudad sin Nombre (Paint your wagon, 1969) un western musical de Joshua Logan con cuya canción principal, Wandering Star, mi madre me acunaba y trataba de dormirme cuando era un bebé; con una voz, quiero suponer, bastante más dulce que la de Lee Marvin. Si una de mis primeras nanas pertenecía a una banda sonora ganadora de un Oscar de la Academia, no es difícil imaginar que mis primeros sueños se desarrollaran sin lugar a dudas en 35 mm y Panavisión, por lo que mi eterno ir y venir entre la realidad y la ficción debería juzgarse hoy día con cierta benevolencia.

Supongo que mis padres, una pareja de lo más cinéfila, me llevaría a menudo a ver películas en mis primeros y tiernos años; muchas más de las que mi memoria recién estrenada logró fijar en aquel entonces. Entre sus brumas más pretéritas, aún conservo vislumbres del terror absoluto que me produjo Pánico en el Transiberiano, una producción hispano-británica de 1973, hoy convertida en película de culto (signifique lo que ello signifique, nunca lo he tenido muy claro, porque ésta es un bodrio), de la que salí más pálido que los cadáveres que se iban sucediendo a manos del monstruo en aquel tren infernal. No os llevéis las manos a la cabeza; mis padres no estaban locos, eran otros tiempos y los niños no éramos tan delicaditos ni estábamos tan sobreprotegidos. Aunque debo reconocer que desde entonces, y eso que me chiflan los viajes exóticos, el transiberiano siempre me ha parecido un lujo de lo más prescindible.  

De aquel periodo de pantalones cortos y dientes de leche, antes de que mi memoria empezara a arrancar de los acontecimientos la espoleta que permitía grabar encima (para los que nacieron en la era del CD esta metáfora es intraducible), recuerdo con la misma viveza unas cuantas películas más. La primera de ellas, Tiburón (Jaws, 1975); un film de un jovencísimo Spielberg (justo ahí comenzó nuestra duradera amistad cinematográfica) que vi de estreno en el extinto cine Royal de López de Hoyos y que tuvo la capacidad de fascinarme a mí y horrorizar a mi hermano, un año menor, a partes iguales. Cuando el tiburón se muestra por fin, tumba la panza sobre el barco pesquero Orca y se merienda al huraño Quint masticándolo como una chuche, mi pobre hermano abrió la boca aún más que el escualo y prorrumpió en un llanto histérico que provocó que mi madre lo sacara del cine y esperara en la calle consolándole, mientras mi padre y yo disfrutábamos en la sala del angustioso desenlace. 

Descaradamente fantástica
En el mismo cine, un año después, mis padres volvieron a sorprenderme a la salida del colegio para llevarme a ver Mundo Futuro (Futureworld, 1976) que, aunque era la secuela del film Almas de Metal (Westworld, 1973), que no vi hasta pasado algún tiempo, me hizo disfrutar de lo lindo con su propuesta y grabó a fuego en mi cabeza su póster, en el que la parte anterior de un rostro presuntamente humano se separaba del resto de un cráneo, permitiendo ver los mecanismos interiores de un androide.

En dos palabras: Barbara Bach
Tuvo que pasar otro año más para que  descubriera a James Bond. Fue en el cine Lope de Vega, que tampoco existe ya, y por aquel entonces Roger Moore encarnaba al agente con licencia para matar. El título de la entrega de esa fecha fue La Espía que me Amó (The spy who loved me, 1977). Desde aquel día he soñado una y otra vez con conducir bajo el agua aquel Lotus Esprit blanco y sumergible que Q, con picardía británica, apodó "wet Nellie" (la húmeda Nellie) y que tuve ocasión de ver y tocar, con la adoración que se le tributa a un ídolo pagano, la friolera de treinta y siete años después, en una exposición londinense con la que me topé por casualidad y en la que experimenté el increíble placer de verme rodeado de todos los gadgets y vehículos de 007.

Y ahora vienen tres pesos pesados que, como todo modelo generacional, parecen pertenecer a la siguiente década. A fin de cuentas, son tres de los espejos en los que se mirarán casi todos los grandes éxitos del género fantástico de los 80. Estoy hablando de Alien, el Octavo Pasajero (Alien, 1979), La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977) y de Encuentros en la Tercera Fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977). La primera estableció las bases del cine claustrofóbico con monstruo. La tercera consolidó mi duradera relación con Spielberg. Me recuerdo pegado a la butaca, completamente seducido por el misterio y la fascinación que entonces me producía el espacio exterior y sus posibles habitantes (meses más tarde me engancharía a una serie televisiva que se llamó Proyecto UFO, algún  lector viejuno aún la recordará). De la segunda..., en fin, ¿qué podría yo decir a estas alturas de La Guerra de las Galaxias? Bueno, por qué no; tal vez dos o tres cosas.

Charlie was there

Lo primero, que cambió el cine tal y como lo conocíamos y se transformó en un modernísimo icono pop; ahora, ese plagio sin alma llamado torticeramente Episodio VII: El Amanecer de la Fuerza es solo un estreno más de multisala con el único objetivo de llenar las arcas de su productora. Entonces, fue un inesperado y único acontecimiento que trastornó para bien y para mal el devenir del séptimo arte. Las colas de asistentes esperando turno para conseguir su entrada que rodeaban al cine Roxy B, donde yo tuve la suerte de verla de estreno, fueron interminables durante más de un año, los telediarios no dejaban de hablar de ella; los espectadores empezaron a dividirse en dos grupos: los que ya la habían visto y los que no. Lo segundo, que durante un tiempo fue nuestra, no de todos esos polloperas de los despachos de Hollywood, ni de los nuevos adolescentes, aturdidos y desconcertados por cientos de videojuegos y películas sin argumento plagadas de efectos digitales, o por las mil y una maniobras comerciales posteriores de Lucasfilm o Disney. Y lo tercero, bueno, lo tercero, que yo estuve allí, ¿qué pasa?

He empezado este post hablando de Indiana Jones, porque en el año 81, en el cine Palafox de mis entretelas, volví a encontrarme con mi viejo amigo Steve y la película que me marcaría de por vida. Mi continuo afán por viajar y ponérmelo difícil en países exóticos, mi interés por la arqueología y mi preferencia por las chaquetas de cuero marrones tienen un mismo y único origen. Steven Spielberg deseaba rodar una película de James Bond, pero Lucas, mientras ambos esperaban en una playa de Hawai los resultados de Star Wars, le propuso una idea mucho mejor: la de un arqueólogo aventurero que se dejaría la piel recuperando reliquias sagradas de las manos de los nazis. ¿Os suena?

Con aquel tráiler: "Recuerden ese nombre: Indiana Jones", se inauguraron para mí los juegos florales de los años 80. Me acuerdo del momento en que regresé a casa con todo detalle, la realidad se mostraba a la salida del cine doblemente gris y apagada, mi mente parecía expandida, hipersensible, al tiempo que también andaba algo aturdido, como si hubiera sido sacudido por un terremoto. La fanfarria de John Williams, hoy ya un símbolo, yo acababa de escucharla por primera vez (¡imaginaos!) y retumbaba dentro de mi cabeza: "tatatataaa, tatatá, tatatataaaa, tatatá ta ta". Desde aquel mismo día, hasta el día en que descubrí que se morían de hambre y que su aventura más trepidante consistía en limpiar restos de vasijas con cepillos, me prometí ser arqueólogo.

Lo que vino después es muy difícil consignarlo aquí. Se trató de una revolución en toda regla. Los más puristas (aún hoy insisten en ello) se mostraban indignados porque estas películas "menores" estaban invadiendo y aniquilando el cine más serio, realista y comprometido de Sidney Lumet o Alan J. Pakula.

  Te abrirá Rod Serling
Ese peso intelectual, secuelas de la gripe de la Nouvelle Vague y los cines Alphaville, también recayó durante mucho tiempo sobre el cine en España; parecía que divertirse con una película de aventuras o de ciencia ficción era sinónimo de vulgaridad a menos que ésta fuera dirigida por Kubrick, Lynch u otros graves popes de la modernidad. Como defensa, aportaré el dato de que la mayoría de todas esas historias fantásticas, como sucedió con el cine negro en las décadas anteriores, procedían o de la literatura de género (también denostada hasta casi hoy mismo) o de una serie de televisión de finales de los 50 y principios de los sesenta: The Twiligth Zone, que aquí se llamó Dimensión Desconocida o En los Límites de la Realidad, y sobre la que me extenderé con detalle en otro artículo. Sorprende descubrir en cada capítulo autoconclusivo de esta serie el germen de una taquillera película posterior. Desde Terminator (Terminator, 1984) a Gremlins (Gremlins, 1984) pasando por Atrapado en el tiempo (Groundhog day, 1993) o Regreso al Futuro (Back to the Future, 1985). Precisamente, esta última es un buen ejemplo de película emblemática y de gran calidad, claramente inspirada en uno de los mejores episodios de Twilight Zone: Walking Distance, y que, por su género, siempre ha sido tratada como obra menor a pesar de que su redondo guión es objeto de estudio en la mayoría de los manuales y escuelas cinematográficas.

Yo tampoco llegaba a tiempo a clase


Con la revolución me refería a que solo en el año 1984 se estrenaron, entre otras, la siguientes películas:  Indiana Jones y el Templo Maldito, La Historia Interminable, 1,2,3…¡Splash!, Los Cazafantasmas, Gremlins, Terminator, Pesadilla en Elm Street, y Star Trek III. Pero ya desde el 80 al 82 se habían proyectado mitos como El Imperio Contraataca, Un Hombre Lobo Americano en Londres, E.T. El Extraterrestre, TronLa Cosa, Cristal Oscuro, Conan, el Bárbaro o Blade Runner. En los años inmediatamente posteriores vinieron Los Goonies, Golpe en la Pequeña China, Dentro del Laberinto, El Chip Prodigioso, Legend, Regreso al Futuro y sus secuelas, y me estoy dejando un montón de ellas.

Crecí con todas esas películas. El inicio de la Época Dorada de la fantasía coincidió con mi primera educación sentimental, de los ocho a los veinte años, y siento si me pongo algo sensiblón al afirmar que todo aquello casi podría resumirse en la magnífica frase del inicio de Encuentros en la Tercera Fase: "El sol salió anoche y me cantó". Cada vez que podía y me hacía con algo de dinero, una paga de mis padres o mis abuelos, corría a sumergirme en una de aquellos viejos patios de butacas con un intenso olor a ambientador y enormes y teatrales telones de terciopelo, que para mí eran como un portal mágico. Recuerdo la agonía que representaba esperar la interminable y prosaica batería de anuncios de algún asador de la zona o una aburrida tienda de muebles, sabiendo que tras la inevitable sintonía de CineDis o Movierecord, el telón debería cerrarse otra vez más antes de una nueva espera, hasta que por fin, se descorría de nuevo y de la pantalla en blanco brotaba la divisa de la Paramount, la Warner o la Fox y te propulsaba hacia una nueva e increíble aventura. ¿En qué otro lugar uno podría buscar el Arca de la Alianza, guardar un extraterrestre en el armario o regresar al pasado y encontrarse con sus propios padres?

Mucho antes de eso, en el año 81, sentado en mi butaca teletransportadora, sobrecogido, casi translúcido en mi nueva fuga hacia el territorio de la imaginación, escuché una frase en boca del actor Paul Freeman, que encarnaba al villano René Belloq en En Busca del Arca Perdida, y que bien podría ser la cifra de toda la década posterior: "Nosotros solo pasamos por la historia. Esto… esto es historia", o si no lo de aquella famosa canción de Luis Eduardo Aute: "que toda la vida es cine y los sueños cine son".




































martes, 29 de marzo de 2016

¿El libro o la película? Unas cuantas notas sobre las adaptaciones literarias.


Ya que el título anterior versaba sobre la deslumbrante experiencia de la lectura y los libros que marcan el carácter y el próximo pensaba dedicarlo al cine en su versión más escapista (temas sobre los que va a gravitar este blog una y otra vez), me ha parecido que sería buena idea tender un puente natural entre ambos medios con un artículo sobre adaptaciones.

¿Cuántas veces hemos escuchado, al salir de un cine, la crítica prematura de una película adaptada en boca de cualquier compañero de butaca: "es mejor el libro, siempre es mejor el libro"? Seguro que unas cuantas. Pero antes de aventurarse a hacer afirmaciones como esa, uno debería pararse a pensar en ciertos aspectos del proceso mediante el cual una obra literaria pasa a convertirse en una producción cinematográfica.

Lo primero es que ambas disciplinas, a pesar de basarse en los mismos principios narrativos, no cuentan con los mismos materiales ni recursos. Hablan un idioma parecido, pero no el mismo; algo así como nos sucede a nosotros cuando escuchamos la parla italiana. Incluso el teatro, cuya estructura y construcción en diálogos y escenas lo acercan más a la apariencia de las películas, no es más, en palabras de André Bazín, que un "falso amigo" del cine.

En una novela tradicional no hay más imágenes que las que se proyectan en la cabeza del lector a través de un complejo proceso intelectivo; sin embargo, en el cine, éstas nos bombardean sin necesidad de tener que traducirlas con la inteligencia o la imaginación. Diréis que el teatro también posee esa inmediatez; de hecho, más que el cine. Pero está limitado espacialmente y atado a la realidad del escenario, y por mucho que la tramoya sea de lo más sofisticada ni se acercará de lejos a lo que puede hacerse hoy día con los efectos de postproducción de una película. El cómic, con muchas semejanzas al concepto de Story Board o planificación de un film, y a pesar de basarse en imágenes, exige la condición de imaginar el movimiento a través del dinamismo de los dibujos y la disposición de las viñetas, por lo que no es capaz de generar esa sensación adrenalínica que provocan las secuencias, los travellings y el montaje de una buena producción cinematográfica. En general, cada disciplina tiene sus virtudes y sus limitaciones y un buen autor de cualquiera de ellas sabrá sacar partido a sus ventajas y sorteará hábilmente los inconvenientes que cada una pone en su camino. 

Pero entonces, si una imagen vale más que mil palabras, ¿por qué escuchamos tantas veces, aunque la adaptación sea redonda, eso de que siempre es mejor el libro? 

Pues por la sencilla razón de que existe una película para cada lector, y por muy buena que sea la transposición del texto literario al lenguaje cinematográfico, nunca será igual que la película que se proyectó en nuestra imaginación a medida que nos abríamos paso por las páginas del libro.

El proceso de lectura es más esforzado que el del visionado de una película, eso está claro. Ese es el origen de aquellas novelas ilustradas de nuestra infancia, que contenían cincuenta o sesenta páginas de viñetas de tebeo acompañando los pasajes más áridos y que eran a la práctica de la lectura lo que los ruedines al aprendizaje de la bicicleta.


Pero así como los ruedines se acaban retirando de la bicicleta porque restringen sus movimientos, las imágenes limitan y dirigen la imaginación, le dicen a ésta lo que debe proyectar en la gran pantalla de la mente. No sucede así con un texto, el texto es un material vibrante y cada palabra una caja de resonancia a la espera de que uno pase su mirada por encima. El ojo roza la palabra como el dedo la superficie del agua, generando ondas, haciendo retemblar la superficie, y la imaginación moldea la frase, el párrafo, personalizándolos, haciéndolos propios y transformándolos en sensaciones íntimas e intransferibles. Y eso es muy difícil de trasladarlo a una imagen.

"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada". Así comienza Ana Karenina, la gran novela de Tolstoi. A menos que el guionista se sirviera de la voz en off de un narrador ¿Cómo podría plasmarse en imágenes una idea tan potente?

O, por poner otro ejemplo, "la bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con perfume viejo y un silencio"; o de la misma novela, Rayuela, de Julio Cortázar, hasta ahora inadaptada; posiblemente inadaptable: "Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo de aliento, esa instantánea muerte es bella". En fin, he visto muchos besos de película, antológicos besos de película, pero ni el mejor de ellos ha logrado transmitirme tantos matices conceptuales y sensoriales como esas líneas. También se da el caso de muchos espectadores que salen indignados de la sala porque el guionista o el director han prescindido de tal o cual pasaje o de un personaje determinado. Debido a la extensión de algunas obras y a su variada temática, la adaptación se ve obligada a sacrificar escenas y personajes, cuya causa muchas veces no es otra que la de que no funcionarían en escena, como el naíf Tom Bombadil de El Señor de los Anillos. A mi parecer, las películas y los libros no deberían nunca compararse en tales términos, sino que la forma correcta de abordar una adaptación se basaría en considerar a cada una de las partes como un ente autónomo y luego analizar la relación entre ellas. ¿Es un buen libro? ¿Es una buena película? Pero sobre todo, ¿la película ha captado el espíritu y la atmósfera de la novela?  

Está claro que ciertos recursos se prestan fácilmente a la comparación. En lo relativo al ritmo, por ejemplo, las frases cortas y rotundas se corresponderían, más o menos, con un montaje picado y seco; las frases largas y las descripciones elaboradas con los planos de mayor duración o los barridos descriptivos de cámara. Algunas secuencias podrían entenderse como capítulos. También se darían los guiños referenciales y musicales. Y lo mismo podría decirse de casi todos los elementos técnicos: paralelismos, aliteraciones, estructura en actos; hasta el punto de que cada tropo literario, con un poco de imaginación, podría tener su correlato en el lenguaje cinematográfico. Pero sin olvidar nunca que estamos tratando con dos lenguajes diferentes.

Desde que un tal J. Stuart Blackton se decidiera a pasar a imágenes la extensa novela de Victor Hugo, Los Miserables, en 1909, los argumentos del cine se han nutrido hasta hoy de un sinnúmero de novelas. No por casualidad, en los inicios del sonoro, cuando los guiones empezaban a exigir buenos diálogos y las historias cierto peso específico, Hollywood contrató a toda una pléyade de grandes escritores, entre ellos Willian Faulkner o Scott Fitzgerald, incluso nuestro castizo Jardiel Poncela anduvo por allí.

Entonces, si todo está tan relacionado e incluso el mismo Graham Greene escribió El tercer hombre a partir de su propio guión. ¿Qué es mejor? ¿El libro o la película? Pues como ya dije, hay películas buenas y malas. Y adaptaciones buenas y horrendas. No voy a ponerme ahora a confeccionar una lista prolija con sus títulos. Pero citaré dos o tres ejemplos; dos de ellos de un mismo director, Stanley Kubrick, que en su prestigiosa carrera ha tenido ocasión de hacer dos malas adaptaciones por razones distintas; una de ellas realmente pésima, por mucho que sus defensores más airados se empeñen en defender lo indefendible y ensalcen uno de sus pestiños más infumables a la altura de obra maestra; una adaptación odiada hasta la médula por su propio autor original, Stephen King. 

John Huston que, como Kubrick, fue y sigue siendo otra de esas incuestionables vacas sagradas del Hollywood más auteur, y a pesar del riesgo que conlleva aplicar una mirada tan personal a la historia de un escritor original, llevó al cine una de las mejores adaptaciones de todos los tiempos: El hombre que pudo reinar, basada en el maravilloso relato de Rudyard Kipling.


En la película de Huston flota la misma sensación de aventura que en la historia escrita, así como su carga de fracaso y desencanto. Intactos quedan el suavizado humor y la épica del relato de Kipling. Y, a pesar de que cambia radicalmente el destino original de uno de sus personajes protagonistas, ello no hace sino acentuar una sensación de melancolía muy propia de la buena novela de aventuras. 

La segunda película, y ejemplo de una adaptación muy fiel pero increíblemente fallida, es La Naranja Mecánica, de Kubrick. Basándose en una espeluznante novela de Anthony Burgess, Kubrick, haciendo uso de técnicas casi videocliperas, muy vanguardistas para la época: acelerar la imagen, llevar a cabo un montaje sincopado, utilizar música de sintetizador; logra recrear con tino la atmósfera psicodélica y distópica de la novela. Las violentas peripecias de los drugos son casi calcadas al libro y su protagonista, el personaje de Alex de Large está perfectamente definido, así como sus terribles compinches. 

Incluso se arriesga a  incorporar el nadsat a los diálogos, una jerga adolescente inventada por Burgess, en aras de la fidelidad al texto original. Pero mientras que en la novela de Burgess Alex sufre una transformación propia de todo personaje novelístico y que lo encamina hacia una deseada madurez, en la versión de Kubrick Alex se despide sin redención alguna, lo que invierte y tergiversa todo el sentido de la historia, hasta el punto de que Burgess repudió su propia obra cuando la vio proyectada en un cine. 

La otra gran cagada de Kubrick en lo que respecta a adaptaciones es El Resplandor. Aclamada por sus devotos feligreses hasta cotas ridículas, y sin negar que contiene algún que otro momento memorable, esta película es un verdadero desastre, sobre todo si su propósito era trasladar al cine alguna de las intenciones originales de la novela de Stephen King.

Ni el estilo de King, que suele ser cercano, cálido, como quien cuenta una historia en torno al fuego, se ve reflejado aquí; sino que es sustituido por una puesta en escena fría y minimalista; ni la escalofriante historia de fantasmas, que en el film se reduce a una extravagancia conceptual que produce más frío que terror (para muestra, esos icónicos ascensores expulsando riadas de sangre), ni los tres personajes protagonistas, en las antípodas de los que ideó el escritor de Maine (en España, jugó además en contra el risible doblaje), ni nada de lo que los lectores de la novela o los seguidores del autor original esperaran encontrarse. ¿Al menos Kubrick mejora el original? No, de hecho lo pulveriza. Baste decir que Stephen King sigue en guerra abierta con Kubrick y no pierde ocasión de lanzar algún que otro comentario venenoso, a pesar de que el director muriera hace los suficientes años como para haber enterrado ya el hacha de guerra.

Y con este último apunte sobre El Resplandor me despido, esperando no haberme extendido demasiado. El resto de consideraciones las dejo para vosotros, con la esperanza de que la próxima vez que vayáis a ver una película basada en un libro dejéis de preguntaros cuál es mejor y disfrutéis de uno y otro de forma independiente.















viernes, 11 de marzo de 2016

Las primeras fugas. Acerca de la Teletransportación I (Literatura y Viajes)


Supongo que hay muchos modos de desaparecer, pero el de la imaginación es el mejor de todos. Uno puede escapar de un día gris y aburrido, de una espera tediosa, de una conversación banal y soporífera o de un largo confinamiento en la cama, cuando la fiebre ya se ha cobrado el territorio. De uno de estos últimos me fugué yo hace muchos años, en los tiempos en los que te obligaban a sudar la enfermedad bajo las mantas y a no salir apenas de su dominio, gracias a un muchacho de lo más avispado, quien me embaucó a cambio de cualquier fruslería para que le ayudara a pintar la valla de un jardín. Su tía Polly lo había castigado con aquella faena por haberse ensuciado la ropa en una pelea y él -ya he dicho que el mozo era de lo más vivo- nos había convencido a unos cuantos con su labia y alguna bagatela para que hiciéramos su trabajo. Como ya habréis adivinado, se llamaba Tom Sawyer.

Ésta era mi memorable edición
Recuerdo que cada vez que cerraba el libro, una vieja edición de Anaya que todavía conservo por algún lado, tenía la misma sensación que le descubrí algo más tarde a Bastián Baltasar Bux, el niño protagonista de La historia Interminable, otro relato que vino a confirmar mis sospechas de que aquello de la ficción encerraba algo mucho más potente que la realidad misma.

Pues como decía, me encontraba yo recorriendo la cueva de los McDougal a la luz de una lámpara de aceite; a mi lado la encantadora Becky temblaba de miedo y el malvado indio Joe acechaba en cualquier recodo de aquellos oscuros túneles, cuando mi madre se coló en la historia poniéndome la mano en la frente para calcular la fiebre y ofreciéndome una bandeja con un plato de sopa caliente. Y, de repente, todo se desvaneció, la lámpara, la cueva, mi adorada Becky. En un parpadeo, volvía a encontrarme en mi prosaica habitación; a través de la ventana vi que seguía nublado, y durante un rato la realidad se cifró únicamente en un plato de sopa que, por aquella época, yo odiaba tanto como Mafalda.

Supongo que me entendéis. Estoy hablando de teletransportación.

Aquella gripe se prolongó más de lo que yo hubiera deseado en un principio, aunque una vez hallada la forma de huir del hastío, empecé a gozar de las ventajas de no tener que asistir a la escuela, lo que ya de por sí constituía una fantástica recompensa por la enfermedad. Mi abuela tenía una estupenda colección con las obras completas de Julio Verne y comencé por el que, en una viñeta circular a color pegada a la piel de cubierta, traía un submarino amarrado por un pulpo gigante. Tras ese primer volumen viajé al centro de la tierra y desde ahí a la luna; después, aventura tras aventura, fui devorando la colección entera.


Antes de que le cayera la del pulpo

Más tarde, poco después de reinar en la ciudad de Sikander, en Kafiristán; de transportar el Anillo Único hasta las sombras tenebrosas de Mordor y hacerme mosquetero para salvarle la papeleta a la mismísima reina de Francia, me inscribí en el rol de La Hispaniola, bajo el mando del capitán Smollet; una goleta llena de piratas en la que destacaba sobre todo uno: John Silver, el largo. Canté con Jim terribles canciones marineras sobre el cofre del muerto que nunca he olvidado, me embriagué de ron antes de la edad legal, y defendí aquella empalizada en la isla con sangre y fuego. No ha sido el único barco en el que me he enrolado; navegué también a bordo del Pequod, un buque ballenero, en una tortuosa travesía a la caza de una gigantesca bestia blanca que acabó tristemente en naufragio. Jamás podré olvidar el crujido en la cubierta, de proa a popa, que provocaba la pata de palo del obsesionado Acab mientras tratábamos de conciliar el sueño en los pañoles inferiores. Mucho tiempo después, y durante años, también he formado parte con orgullo de la tripulación de la fragata Surprise, una bella nave de la Armada inglesa de lo más marinera, con cuyo capitán, Jack Aubrey el afortunado, y su cirujano de a bordo, Stephen Maturin, he asimilado unos cuantos conceptos de navegación y he aprendido no pocas cosas sobre la amistad y la disciplina.

La Fragata Surprise en plena travesía 
Después, ha habido tantas travesías que ya no recuerdo si alcancé el Polo Norte con Amundsen antes o después de arribar Liliput con Lemuel Gulliver, o si el naufragio del Pequod fue el mismo que me condujo hasta a la isla de Robinson Crusoe. Tampoco tengo una memoria clara acerca de si serví en África con Harry Faversam antes de alistarme en la Legión extranjera y conocer a los Geste o de si fue la bola de cañón del Baron Munchausen la que me catapultó finalmente al espacio.

Sí. Porque también estuve en el espacio, era inevitable.


No sólo formé parte de la Primera Fundación Galáctica sino que fui uno de los primeros en quedarse boquiabiertos con la formulación de las Tres Primeras Leyes de la Robótica. Pero nada me sorprendió tanto como la aparición de aquel monolito de proporciones perfectas en el cráter Tycho de la Luna. Años después, ya más fogueado, recorrería un sinfín de galaxias y absurdos temporales acompañando a Ijon Tichy, aunque en sus Diarios de las estrellas él se empeñe en afirmar que viajaba solo.

Pues así es, desde aquella peligrosa cueva de McDougal, en compañía de Becky, uno de mis primeros amores imperecederos, he visitado innumerables lugares; algunos realmente terroríficos, plagados de monstruos y cementerios y de amenazas primigenias. No lo negaré, también ayudé a resolver casos criminales de lo más intrincados. De hecho, todavía sigo en contacto con el Padre Brown; tomo el té de vez en cuando con la exquisita Mrs. Marple y alguna que otra copa, mientras le doy palique, con el duro Philip Marlowe. Sin ir más lejos, ayer mismo visité al famoso detective de Baker Street, cuyo nombre no citaré aquí porque es bien sabido que detesta su propia celebridad. A día de hoy, no he perdido ninguna de estas viejas amistades.

Pero tampoco es cosa de presumir. Cualquier niño que un día abre un libro por primera vez y se cae dentro, como Alicia en la madriguera del conejo blanco, ha pasado por lo mismo. Somos unos cuantos elegidos. O te caes o no te caes. Cada uno habrá tomado un camino diferente y habrá vivido su propia aventura; ha sufrido los momentos malos y disfrutado los buenos, o al contrario. Pero, al igual que yo, ha viajado desde los rincones más vulgares de su cuarto a los confines olvidados del universo; en barco, en tren, en submarino miniaturizado, en una nave espacial rumbo a lo desconocido.

Y sólo entonces, sólo cuando uno ha viajado a todos esos territorios y ha conocido a tantos personajes, con su particular forma de enfrentarse a las situaciones más extremas, que es cuando se conoce verdaderamente a los seres humanos; con esa riqueza de pensamientos y sensaciones expuestos a la luz omnisciente del narrador (no como los de las personas que uno conoce, que se cierran en banda y son indescifrables); puede iniciar bien pertrechado la segunda parte del viaje. El viaje hacia la madurez y hacia los otros.

Y esa historia, amigos, si que es interminable.